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VertebralMariona Gumpert

¿Proteger mujeres o proteger el relato?

La violencia sexual que no encaja en el marco ideológico recibe una cobertura mínima. La famosa «manada de Pamplona» fue noticia durante meses. Ahora bien, ¿cuántas personas saben que hace apenas unas semanas otra joven apareció en esa misma ciudad semiconsciente, violada por varios magrebíes?

Resulta fascinante comprobar cómo ciertas dinámicas íntimas pueden reproducirse, sin apenas cambios, en la forma en que se relacionan los colectivos. Un ejemplo perfecto es lo que la psicología llama «comunicación de doble vínculo»: esa situación en la que alguien te dice, con una sonrisa, «Tranquilo, puedes decir lo que piensas», mientras su gesto transmite aquello de que calladito estás más guapo. El mensaje explícito va en una dirección; el implícito, en la contraria.

Con el feminismo oficial ocurre algo similar. Proclama sin descanso lo mucho que le importamos las mujeres, pero sus actos no le acompañan. En esto se asemeja a cierto socialismo que, más que resolver problemas, los procura: gestiona tan mal la economía que termina generando más pobreza y una mayor dependencia del Estado (algo que se traduce, por supuesto, en una gran bolsa de votantes asegurados). El sistema crea el daño del que luego pretende rescatarnos en una jugada que tiene de todo menos ingenuidad y buenas intenciones. ¿Cómo se entiende entonces que el gobierno presuma como logro el tener más de dos millones de personas que cobran el ingreso mínimo vital?

Ante el feminismo militante, muchas mujeres nos encontramos en la misma perplejidad que un trabajador en un sistema socialista: ¿creemos lo que vemos o lo que nos dicen? Se nos promete seguridad absoluta, la posibilidad de volver solas a casa «borrachas y seguras», como repiten los eslóganes. Pero la experiencia cotidiana no encaja con ese relato. Todas conocemos ese instinto básico –basado en la prudencia, la cultura general y la simple percepción de riesgo– que nos hace cambiar de acera ante determinados grupos. Y esto a pesar de que los medios no alarman sobre ello.

La violencia sexual que no encaja en el marco ideológico recibe una cobertura mínima. La famosa «manada de Pamplona» fue noticia durante meses. Ahora bien, ¿cuántas personas saben que hace apenas unas semanas otra joven apareció en esa misma ciudad semiconsciente, violada por varios magrebíes? ¿O qué en Alicante una mujer fue secuestrada, violada y torturada durante una semana por tres argelinos? Estos casos han pasado prácticamente de puntillas. El mensaje implícito es inquietante: te protegeré, te haré caso… pero sólo si el agresor es Pepe, tu marido.

Otro ámbito en el que el feminismo de pancarta desconcierta a muchas mujeres es la ley de violencia de género impulsada por Irene Montero. Ya se ha discutido –sin que nadie haya asumido responsabilidades– cómo esta iniciativa terminó reduciendo penas y poniendo a agresores sexuales en la calle. Lo que apenas se ha debatido es el drama de las denuncias falsas. Ese asunto ha sido tabú durante años, protegido por un dogma incuestionable: representan sólo un 0’01% de las denuncias. El silencio lo ha roto esta semana el periodista Juan Soto Ivars con la publicación de «Esto no existe», una investigación en profundidad sobre este tema con el que ha derrumbado muchos mitos.

Las reacciones mediáticas han mezclado el alboroto de un gallinero con la furia ritual de un aquelarre dispuesto a expulsar al autor a golpe de indignación y amenazas de cancelación. Y todo ello con una confesión unánime: nadie ha leído el libro, ¡ni falta que hace! Si de verdad las denuncias falsas fueran un mito, no podrían habernos hecho un favor más envenenado nuestras autoproclamadas portavoces con argumentos y poses tan ridículas. Ya ni se esfuerzan por aparentar que su prioridad es mantener observatorios, estructuras y ONG con las que llenar sus bolsillos más que atender lo que realmente nos afecta.

En cualquier caso, al ecosistema progre este tipo de polémicas le viene de maravilla. Al menos esta vez no ha sido fabricada desde el propio Gobierno, como el Año de Franco, la resignificación del Valle de los Caídos o las listas de médicos objetores de la ministra de Sanidad. Nada de esto debería distraernos de lo que sí es el escándalo de la semana. Porque, seamos realistas, todo podría resumirse en un par de frases del presidente –«¿de quién depende la Fiscalía?», «¿quién va a pedir perdón al fiscal general?»– y en lo que cualquier país serio consideraría lógico: la dimisión de Sánchez. Pero el Gobierno y sus terminales mediáticas son maestros en retorcer todo. La cuestión no es si lo harán, sino cómo: ¿qué comodín, qué cortina de humo sacarán para que la condena a García Ortiz pase al cajón del olvido junto con el resto de infamias? Hagan sus apuestas.

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