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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

«¡Yo no quiero trabajar!»

Eso gritaba en el centro de Madrid un paisano africano pasado de vueltas... y por desgracia probablemente captaba el nuevo espíritu de muchos españoles

A los ingleses les chiflan los locuelos y los toques excéntricos. Aquí quizá hemos sido más de reírnos del tonto del pueblo que con el tonto del pueblo. De cualquier modo, sigue habiendo pirados singulares que aportan su nota de color a las calles.

Eran las nueve de la mañana del sábado. Iba caminando tranquilamente hacia el periódico. El agradable centro de la metrópoli comenzaba a desperezarse. Al llegar a la altura de la glorieta de Bilbao, todavía despoblada, vi a lo lejos a un africano que gritaba una consigna, a gritos y muerto de risa, sorprendiendo a los contados viajeros que emergían de la boca del metro. Al acercarme observé que se trataba de un cuarentón vestido con un correcto plumífero verde y de coronilla calva brillando entre sus rizos. También escuché nítidamente su mensaje, que no paraba de vociferar como si fuese el estribillo de una tonada de moda: «¡Yo no quiero trabajar!, ¡yo no quiero trabajar!...», berreaba el hombre una y otra vez, carcajeándose.

El espectáculo tenía lugar frente al mesón Oro y Plata, que data de 1943 y forma parte del castizo tesoro tabernario ya en vías de extinción (que deja paso a impersonales Starbucks de servicio frío y café puñalero, o a tiendas de cadena iguales en todas partes, o a depresivas casas de apuestas).

Un camarero de la tasca, ataviado con uniforme enlutado, salió a colocar el cartel del menú del día, que ofrecía paella y callos, entre otros clásicos que levantan el espíritu. Al ver al africano y escuchar su letanía de «¡yo no quiero trabajar!», el mesonero resopló un poco y se volvió al interior de su local moviendo la cabeza con gesto de desaprobación. Al currante no le había gustado la oda a rascarla.

La estampa matinal me dejó pensando: ¿Quién encarna mejor el sentir de los nuevos españoles, el que proclama que él no quiere trabajar, o el que ya está trabajando un sábado a las nueve de la mañana? Cada vez me topo con más partidarios del primer punto de vista: «Hay que vivir. No podemos desperdiciar la vida trabajando».

Nuestros padres y nuestros abuelos de la Generación de Papa vivían para trabajar. No lo hacían porque fuesen unos masoquistas compulsivos. Su esfuerzo atendía a un doble móvil: sacar adelante a sus familias, porque aquella gente todavía tenía varios hijos; e intentar que la siguiente generación pudiese dar un salto y vivir mejor que ellos, sobre todo con nuevas posibilidades educativas.

La España de finales del XIX y comienzos del XX de mis abuelos no era ninguna Arcadia. Más del 60 % de la población era analfabeta y se trataba de un país rural, donde la clase más común eran los campesinos con economías de supervivencia. Acudir a la universidad suponía una rareza. En 1960, todavía solo un 1,7% de los españoles poseían estudios superiores.

Pero ocurrió algo extraordinario, que muchísimos españoles hemos visto en nuestras familias. A puro pulso, en solo dos generaciones se pasó de vivir en la casi nada a alcanzar un cómodo algo.

Cada uno contamos con nuestro laboratorio sociológico familiar. Mi familia paterna viene de Porto do Son, un pueblo marinero con unas playas que cortan el aliento con su belleza salvaje, pero que no daban de comer. Mis ancestros se marcharon a Vigo y La Coruña para buscar una vida mejor faenando en sus flotas. Entre ellos había personas muy inteligentes, medianías y algún tarugo, como en todas partes. Pero su balance es impresionante: no hay uno que saliendo de la nada, no acabase contando con un piso de su propiedad -algunos más de uno- e hijos con estudios universitarios. ¿Cómo lo lograron? No había secreto: trabajando y centrando sus esfuerzos en unos objetivos concretos, que no pasaban por primar el ocio y el hedonismo por encima de todo.

Cuando cuento estas batallitas a chavales de veinte o treinta años, me miran como un abuelo Cebolleta carca que les está dando la turra con un planteamiento absurdo. Sus réplicas son siempre las mismas: «yo quiero vivir», «mis prioridades son viajar y los amigos», «paso de vivir solo para currar». El resultado es que muchos abrazan unas existencias low cost, de conformismo y nula ambición. Mascotas mejor que niños. Y si la cosa se pone un poco chunga, siempre estará ahí la red de seguridad paterna -o los abuelos pensionistas echando una mano-, más algún subsidio socialista para ir trampeando.

Yo también tengo mi alma jipi, como ellos. Me encantaría pasar mis días en una dacha en Cabo Verde, sin preocuparme de nada, contemplando la mar turquesa desde una hamaca, con una birra fría en la mano y el glorioso Pet Sounds de los Beach Boys sonando de fondo. Solo hay un problema: ¿de qué iba a vivir?, ¿de los cocos que caen de las palmeras?

En España se ha disparado el absentismo laboral, que de manera reveladora se agudiza los lunes y viernes para montarse los puentes médicos. Nuestra productividad es aún peor que la media europea. El Gobierno propone trabajar menos cobrando lo mismo y fomenta la subcultura de la subvención. Los dos grandes partidos de la oposición tampoco proponen con énfasis trabajar más para mejorar nuestras vidas y nuestro país. Los mensajes sociales y económicos de uno son estatalistas y se parecen cada vez más a los de Podemos y el otro se encuentra cómodo en la socialdemocracia. España se va convirtiendo así en un país de igualación a la baja. Los ciudadanos que cobran del sector público (funcionarios, pensionistas, parados y personas con pagas sociales) ya superan a quienes trabajamos en el sector privado. Todo sufragado a deuda. Un planazo.

Pero da igual. Lo que planteo, recuperar el hambre de ir a más de las generaciones anteriores, hoy no vende un peine:

-¿Tú que quieres ser de mayor?

-Funcionario.

-¿Y no hay otra cosa que te atraiga?

-Bueno…hmm, a ver, déjame pensar… ¡influencer!

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