El desenganche
Estamos ante el fin de un sistema de defensa colectivo y la justificación no está en el tan manido cambio de época. Tanto en la III Revolución Digital como en la Revolución Tecnológica, los intereses de las partes a ambos lados del Atlántico son los mismos
Tras el fin de la II Guerra Mundial, Estados Unidos asumió su condición de superpotencia. Para poder ejercerla en el marco de su tradición política realizó algunos cambios significativos. Entre otros, crear el Consejo de Seguridad Nacional y redactar al inicio de cada mandato presidencial una Estrategia de Seguridad Nacional. El Consejo dota al presidente de asesoramiento permanente y de coordinación entre departamentos gubernamentales, agencias de inteligencia y las Fuerzas Armadas. El segundo establece cuáles son los retos, riesgos y amenazas perceptibles, los medios para afrontarlos y los objetivos a alcanzar para dar satisfacción a los intereses nacionales. Para cualquier estado, pero muy especialmente para los socios y aliados de esa gran potencia, la publicación de este documento es una noticia relevante, a la que hay que prestar la atención debida.
La presidencia de Trump tiene vocación rupturista. Eso no es nuevo y de ello queda constancia en la estrategia recién publicada. Ideas expresadas en distintas intervenciones ahora quedan ordenadas, desarrolladas y matizadas. Esta columna no es lugar para un análisis en profundidad, pero sí para destacar algunos de sus aspectos, importantes para entender ese país, pero, sobre todo, para valorar el futuro de nuestra relación con él.
No estamos ante un texto que modifique, reforme o retoque el precedente. Bien al contrario, es un ataque directo contra los anteriores. En ese sentido, es el acta notarial de la quiebra del pensamiento estratégico norteamericano. Una gran nación, con una economía extraordinaria, pero social y políticamente rota, donde cada parte se arroga la representación del conjunto. Tras esta categórica manifestación de visión nacional podremos encontrarnos dentro de cuatro años con otra en sentido contrario. Esta es la gran diferencia con su rival, China, que sí sabe quién es y adónde va, y que lo hace con profesionalidad y perseverancia.
Como era de esperar hay una explícita renuncia al orden liberal y una reivindicación del «America First», del interés nacional sobre el multilateralismo y la promoción de la democracia. La Administración Trump coincide con China en que el campo de acción es la Revolución Tecnológica y que hacerse con el control de las cadenas de aprovisionamiento y la innovación son la clave para garantizar el futuro de sus estados. Ambas potencias reconocen la importancia de los avances científicos para trasformar sus industrias en las más avanzadas y sus productos en los más competitivos. Sin embargo, la sintonía más significativa es en el plano cultural. Siguiendo la senda china, Trump reconoce la necesidad de trasformar la sociedad norteamericana, recuperando su «salud cultural y espiritual», entendida en el marco del programa MAGA, como fundamento de su grandeza. Una afirmación que casa más con el leninismo que con la tradición democrática americana.
En su intento de marcar distancia con las precedentes, la nueva estrategia renuncia a la promoción de la democracia y proclama su respeto a otras culturas y formas de gobierno. Sin embargo, en el espacio cultural occidental, Estados Unidos se arroga el derecho a imponer una «soberanía limitada» a sus socios y aliados. El recuerdo de la doctrina Brezhnev resulta inevitable.
En el caso hispanoamericano, la estrategia establece la emigración ilegal y el narcotráfico como amenazas, y lo son indiscutiblemente. No es tan evidente que sean actividades terroristas y que, por lo tanto, justifiquen la actuación de las Fuerzas Armadas. El tema más delicado es el relativo al acceso a las materias primas y a los mercados que, de ponerse en peligro, justificarían una acción contundente.
En el caso europeo hay una sorprendente reivindicación del Estado-nación, como contraparte de organizaciones multinacionales que, a su juicio, atentan contra la libertad individual y la democracia. En una sorprendente combinación de ignorancia y fundamentalismo se presenta a la Unión Europea como una amenaza tanto para Europa como para Estados Unidos y se proclama la voluntad de oponerse a ella. Una afirmación interesada, pues no se oculta el deseo de evitar controles a la inversión norteamericana y a la presencia de sus grandes corporaciones en el Viejo Continente. No se trata sólo de «soberanía limitada» sino también de «mercados cautivos».
El «vínculo» de seguridad y defensa es tratado directamente en el plano de las capacidades y la inversión. Sin embargo, no es eso lo más significativo. Quisiera subrayar tres aspectos claves. El primero es la renuncia a la promoción de la democracia, que es uno de los fundamentos explícitos del Tratado del Atlántico Norte, unido a la injerencia en asuntos internos de los estados aliados, apoyando a fuerzas políticas populistas y que, en ocasiones, suponen una amenaza para el orden constitucional. El segundo es la desaparición de la amenaza rusa, principio clave del Concepto Estratégico de la OTAN aprobado en Madrid. El tercero es el abandono del respeto a las fronteras reconocidas, igualmente reivindicado en el Concepto Estratégico aprobado en Madrid y que está en la base del sistema de seguridad europeo. Un abandono, por lo demás, expresado con una frivolidad intelectual y una irresponsabilidad impropias de una potencia como esa, sólo comprensible por el papel relevante de personajes provenientes del ámbito corporativo, más preocupados por las ventajas de un entendimiento con Rusia que por las consecuencias de acuerdos que nada resuelven, pero que garantizan desastres a medio plazo.
Tema de singular importancia, que agrava la cuestión de la «soberanía limitada», es la proyección del problema cultural estadounidense al conjunto de Occidente. De la misma manera que el gobierno de Washington decide que tiene competencias para transformar a su sociedad para ahormarla al modelo MAGA, también cree tenerlas para intervenir en los asuntos internos hispanoamericanos y europeos, apoyando a las fuerzas populistas que, a su singular entender, son las auténticamente democráticas. Occidente está enfermo y corresponde a Estados Unidos defenderlo de sus enemigos internos. De nuevo el fantasma de Brezhnev sobrevuela el documento, en un aspecto que nada tiene que ver con la perspectiva china.
En estas circunstancias ¿Qué queda de la Alianza Atlántica cuando Estados Unidos interfiere en nuestra política, alentando fuerzas antidemocráticas; cuando combate el proceso que nos ha permitido superar el nacionalismo, la lucha de clases, dotarnos de un mercado común y de una moneda única y avanzar hacia un espacio de justicia y acción exterior europeo; cuando busca descaradamente trasformar el Viejo Continente en un mercado cautivo; cuando, finalmente, trata de dividirnos mediante títeres populistas para consolidar nuestra debilidad?
Del «vínculo» pasamos al desenganche. Estamos ante el fin de un sistema de defensa colectivo y la justificación no está en el tan manido cambio de época. Tanto en la III Revolución Digital como en la Revolución Tecnológica, los intereses de las partes a ambos lados del Atlántico son los mismos. No hay razón para romper un vínculo que es histórico por su importancia y efectividad. Si ocurre será consecuencia de la estupidez y la irresponsabilidad.