No os avergoncéis
No tenemos que dar lecciones a nadie, ni presumir de nada, pero desde luego no renuncias de nuestros valores y de nuestros principios
Arrastro un cierto cansancio profesional que me aleja de la política. No renunció, faltaría más, a mis obligaciones. Todavía hoy no me ha picado el virus de la cobardía y la comodidad política, tan frecuente en la derecha sociológica española, que no en sus dirigentes. Este asunto merece ser abordado en otro momento. Es más un hartazgo que una impotencia. No me resigno al tiempo político que vivimos, tal vez el peor en décadas, pero, aunque la política afecta a casi todos nuestros ámbitos vitales, hoy prefiero hablar de la hermosa estampa que ayer protagonizaba en la Plaza de España de Roma el Papa León XIV. Como dato objetivo y digno de ser reflexionado, ayer se batió un récord de presencia de fieles en esa plaza, donde por cierto se encuentra la Embajada de España, cerca de la Santa Sede. Hay una vuelta a la Fe, o tal vez una irrefrenable ansia de entender el misterio de esa gran contradicción que es la vida: nacemos para morir.
La tradición de la presencia del Sumo Pontífice todos los 8 de diciembre frente a la columna que soporta la imagen de la Inmaculada data de 1957. Desde entonces, hasta siete papas han rendido ese homenaje a la que también es patrona de España. Lo es desde que un día como el de ayer, en 1585, en plena Guerra de los 80 años, el Tercio Viejo de Zamora, en la isla holandesa de Bommel, gana una batalla que a todas luces debía perder. Quienes allí estuvieron presentes aseguraron que fue un milagro de la Virgen María y desde entonces se honra en tal fecha.
La historia de nuestra nación es tan amplia, tan rica, tan compleja y a veces tan misteriosa, que hasta Claudio Sánchez de Albornoz acabó escribiendo su gran obra España, un enigma histórico. Obra de obligada lectura para toda persona que se quiera dedicar a la política en este país, incluidos independentistas y nacionalistas ágrafos. Por eso, tal vez, nunca hemos dado, en los tiempos recientes importancia a la festividad del día de ayer. Se convirtió simplemente en la muleta del puente largo de la Constitución. Sin sentido de la historia, sin conocimiento de esta, no hay político bueno.
Comencé escribiendo estas líneas desde la nostalgia de mi infancia y juventud, cuando el 8 de diciembre era el pórtico de un tiempo invernal, pero hermoso que vivíamos con una alegría y un optimismo especial en familia. Quería alejarme del prosaico quehacer diario, del análisis político y responder a un mandato íntimo y moral de recordar lo que supuso durante tanto tiempo de mi vida el día de Inmaculada Concepción. Al mismo tiempo que reclamar de nuevo la puesta en valor entre los españoles del significado histórico y religioso de tal festividad.
Cuando el Papa Benedicto XVI viajó a Madrid en el verano de 2011 para celebrar con centenares de miles de jóvenes la JMJ, dijo nada más pisar tierra española: «No os avergoncéis». Se refería a que quienes profesamos la Fe católica no nos ultrajemos a nosotros mismos, no nos traicionemos y sintamos orgullosos de nuestro credo. No tenemos que dar lecciones a nadie, ni presumir de nada, pero desde luego no renuncias de nuestros valores y de nuestros principios. Detectan los sociólogos un resurgir de la Fe entre los más jóvenes. Hay una vuelta a la práctica religiosa, una necesidad de creer en algo más allá del becerro de oro que Occidente ha levantado en los últimos decenios. Hasta diarios tan laicos como el The New York Times han decidido crear la sección de Religión. Algo ocurre y nuestro radar no lo detecta.
La incertidumbre de la vida obliga de nuevo a volver nuestra mirada a lo Sagrado. No por dominar más tecnologías logramos ser más felices ni alcanzamos a darle sentido a nuestras vidas. El mundo sigue siendo un lugar aparentemente lleno de todo, donde, sin embargo, sufrimos más soledad. Por eso los territorios del hogar de la infancia, el calor de la mesa, el mapa de los sentimientos familiares, la merienda que toda abuela llamada María daba en un 8 de diciembre… el paso del tiempo, el reloj que marca las horas que nos matan cada día un poco, las hojas del calendario que se cae, el ir y venir de las estaciones, la vida y su continuo devenir solo tienen sentido si celebramos fiestas como las de ayer. Hoy de nuevo toca volver a poner las manos en el arado y surcar la tierra que dejaremos a nuestros herederos.