Cartas al director
Mi amigo Paco
En septiembre de 1993 llegué al hospital militar de Melilla (el «Docker») para ocho meses de mili, ya culminada la instrucción. Y allí encontré a un sevillano de 24 años, del reemplazo anterior, que como conductor estaba a cargo de la UVI móvil; era el soldado más responsable de la unidad, y se llamaba Paco Salazar. Enseguida hicimos amistad; y, siendo yo entonces un joven religioso cercano ya a la ordenación sacerdotal, me hablaba maravillas de su novia, cristiana cabal: «La tienes que conocer, Luíh».
La conocí, ya su esposa, en Montellano: una mujer entrañable, sencilla y fuerte; más adelante tuve la oportunidad de bautizar a dos de sus tres hijos. Durante varios veranos compartí breves temporadas con la familia de «Zalazar», siempre generosa y acogedora, que en cierto modo llegó a ser también mía; días de descanso y amistad, de experiencias y fe compartidas.
Cuando en 2011 Montellano encargó a su antiguo alcalde el pregón de Semana Santa, asistí a una memorable «levantá» de Paco en sentido homenaje a su padre. No mucho después los invitaba yo a Liébana, tierra paterna; sus hijos, aún pequeños, no supieron apreciar la compota de manzana que les hizo mi padre. A los pocos meses, vinieron por Madrid, y mi padre les sacó un frasco de compota… que, para alivio de los chavales, estaba lleno de caramelos.
La vida siguió; Paco fue asumiendo nuevos retos. Los contactos se espaciaron, aunque nunca nos perdimos de vista. Ante determinadas opciones políticas, le mostré mi perplejidad; pero siempre lo he considerado un hombre de bien. Los últimos tiempos han sido turbulentos. Lo injustificable no se debe justificar, pero hay que probarlo; la presunción de inocencia, precepto constitucional, es sobre todo un deber de humanidad.
Paco Salazar ha sido amigo mío y, por ello, sigue siéndolo.