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Cartas al director

La lenta domesticación del poder

Durante siglos, la historia humana ha sido un esfuerzo continuo por contener el poder. Desde los faraones y monarcas absolutos hasta los regímenes modernos, la tentación de dominar ha acompañado siempre al hombre. La libertad política nació cuando alguien se atrevió a decir que el poder debía estar limitado por la ley.

En Inglaterra, esa idea germinó lentamente: la Magna Carta de 1215 y la Revolución Gloriosa de 1688 marcaron el principio de una soberanía parlamentaria que aún hoy sustenta la democracia británica. Incluso fuera de la Unión Europea, el Reino Unido conserva una notable estabilidad, fruto de siglos de tradición jurídica y autocontrol político.

En Estados Unidos, la Constitución creó un equilibrio de poderes destinado a impedir el despotismo. Aunque el presidente concentra una fuerza considerable, los jueces vitalicios del Tribunal Supremo sirven de contrapeso. Las instituciones se vigilan, se corrigen y se temen, como quería Montesquieu.

Europa continental aprendió la lección tras las catástrofes del siglo XX. De las ruinas del fascismo y el comunismo nació una conciencia: la libertad necesita límites, leyes y cooperación. La Unión Europea, con todos sus defectos, se ha convertido en una red de contención democrática.

Pero ningún sistema resiste sin virtud cívica. Tocqueville advirtió que el peligro no es solo la tiranía, sino la pasividad. La «dictadura relámpago» del siglo XXI no requiere tanques, sino la indiferencia de los ciudadanos ante la erosión de sus derechos.

El poder siempre tiende a expandirse; la libertad, a agotarse si no se cuida. Por eso, cada generación debe volver a preguntarse qué significa ser libre y qué precio está dispuesta a pagar por conservarlo.

Llucià Pou Sabaté

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