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29 de marzo de 2024

Editorial

El limosnero

España no puede depender de las dádivas arteras de un presidente que primero recauda sin freno y luego reparte una porción con fines clientelares

Actualizada 11:32

Ningún país solvente sale de una crisis con incesantes subvenciones a fondo perdido que solo pueden salir de dos sitios: o de dedicar a ellas una parte de los ingresos artificiales extra que recibe por fenómenos tan dramáticos como la inflación o, en su lugar y a la vez, de engordar su deuda pública y subir impuestos.
Todo ello está presente en el enésimo plan de Sánchez, con el que en realidad pretende salvarse electoralmente a sí mismo: en lugar de renunciar al abuso que supone engrosar las arcas del Estado con casi 35.000 millones de euros procedentes de la inflación, deflactando el IRPF y reduciendo masivamente impuestos y gasto superfluo; ha preferido quedárselos y repartir luego una pequeña parte con fines netamente electorales.
Ese tipo de «generosidad» artificial, consistente en devolver una porción de lo recaudado de más, es además de deplorable incierta en este caso: porque la verdadera noticia no es la reducción del IVA en un ramillete escaso de alimentos; ni tampoco el artero tope a los precios del alquiler de vivienda; y ni siquiera el triste cheque de 200 euros para la cesta de la compra, más propio de otras latitudes que de Europa.
Lo sustantivo es que, a partir del 1 de enero, el descuento al combustible dejará de ser universal y volverá a lastrar la economía doméstica e industrial, de manera inaceptable: subvencionar cada litro con 20 céntimos es discutible; pero rebajar la presión fiscal sobre la gasolina era perfectamente válido y mucho más eficaz, aunque de poco interés político para el Gobierno.
Porque Sánchez no quiere que el ciudadano disponga de sus propios recursos y los gestione como estime oportuno: su apuesta es recaudar a toda costa para simular, a continuación, que la prosperidad o la mera supervivencia del resto está vinculada a su generosidad. A cambio de un voto, claro.
Descontar unos céntimos en la leche mientras se vuelve a disparar el coste de la gasolina y las hipotecas van a alcanzar cotas inéditas desde hace una década solo demuestra la ineficacia de un presidente que, en lugar de combatir el empobrecimiento, intenta fomentarlo de algún modo para beneficiarse políticamente de él.
Y son estas políticas de gasto desmedido las que han provocado una terrible inflación y el repunte de los tipos de interés: todo lo que sea mantener una economía desde el gasto público está indefectiblemente condenado a devolverlo, después, a un precio mayor y con peores estragos causados.
En ese contexto, cabe destacar por su tétrico carácter simbólico la creación de un cheque alimentario indigno: por mucha fanfarria que Sánchez le ponga al asunto, solo es una ayuda mensual de 17 euros a la que no podrá aspirar nadie que gane más de 27.000 euros ni disponga de una casa tasada en más de 75.000 euros; lo que en la práctica reducirá el número de receptores reales muy por debajo de los cuatro millones citados por el presidente.
Y más allá de la pírrica dimensión de la ayuda, una gota de socorro en un mar agitado por los tormentos cotidianos, queda la triste sensación de que España se sumerge, poco a poco, en una inquietante mezcla de intervencionismo y clientelismo indiciaria de una pobreza social, política y económica típica de regímenes regresivos muy similares al que encarnan Sánchez y sus socios.
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