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20 de abril de 2024

Editorial

Sánchez, contra la vida

Es indecente que el Gobierno renuncie a favorecer la vida y amenace a cualquier Comunidad que sí crea en ella

Actualizada 09:00

El Gobierno de España ha anunciado una ofensiva contra la Junta de Castilla y León, a la que ha enviado un requerimiento formal para que cese en sus medidas «antiabortistas». Ese simple hecho ya denota la sonrojante posición moral de Pedro Sánchez, que considera agresivo algo tan necesario y plausible como intentar convencer a las mujeres de que hay alternativas a la terminación del embarazo.
Algo que debería ser obligatorio en toda España se presenta así como una intromisión, a pesar de que el Gobierno autonómico ya ha insistido en que esas alternativas solo se ofrecerán cuando la afectada las reclame, sin imposición a los médicos de que las ofrezcan les sean o no reclamadas.
El verdadero debate debería ser por qué la Administración, de manera rutinaria, no intenta evitar que hasta 100.000 mujeres renuncien cada año a la maternidad, en un acto tan legal como inhumano, que conculca el derecho a la vida y agrava el envejecimiento de una sociedad sin niños.
¿Cuántas de ellas proseguirían con la gestación si dispusieran del apoyo, los recursos y las ayudas que se dedican a tantos otros asuntos menos relevantes? ¿Perderían a sus hijos si pudieran criarlos en las condiciones que, por ejemplo, tienen Irene Montero, Yolanda Díaz, Ione Belarra o la esposa del propio Pedro Sánchez?
Cuando el aborto es fruto de la resignación ante un futuro económico incierto, y no un posición ideológica equivocada, la obligación de un Estado decente es ofrecer herramientas y alternativas para que esa frustración no culmine con un feto viable convertido en un triste residuo.
El sectarismo del Gobierno, amén de su frívola inmoralidad, se percibe también en el desigual trato que reciben las comunidades en función de su color político: a Castilla y León se la amenaza por tomar medidas razonables en el uso de sus competencias, como le sucede a Madrid con su política fiscal; pero con Cataluña se mira hacia otro lado en su persecución ilegal de la enseñanza en español.
Y todo ello se inserta en un contexto preelectoral y otro estrictamente moral. El primero es coyuntural y comportará una larga campaña de excesos retóricos del Gobierno para convertir los comicios en un ridículo plebiscito por el futuro de la democracia, amenazada, por supuesto, por la derecha del PP y de Vox.
Pero el segundo es estructural y todavía más peligroso que el primero. Porque el intento de recrear una concepción del ser humano alejada de su auténtica esencia es una de las señas de identidad de un Gobierno que legaliza el suicidio asistido, promociona el aborto, pone de moda el cambio de sexo y, en general, ataca los cimientos de la humanidad con un proyecto de ingeniería social retrógrado y nihilista.
Que en España se legisle en contra de la natalidad, se amenace a los médicos objetores de conciencia, obligándoles a apuntarse en «listas negras» y se persiga penalmente a los participantes en vigilias pacificas frente a las clínicas abortistas, es un escándalo.
Y que se estigmatice a todo aquel que intente compensar esa deriva evidencia, ante todo, la decisión de imponer como sea una planificación social adaptada a un canon ideológico y moral delirante, resumido en una perversa realidad: se quiere disuadir a las madres de que lo sean y, si no renuncian, animaran luego a sus hijos menores de edad a que aborten o se cambien de sexo sin tutela familiar alguna. Qué despropósito todo.
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