De ismos y azabaches
Los negros y la política tienen estrecha relación. En la mediocridad que vivimos incluso la calidad de los negros está bajo mínimos. De ahí que leamos declaraciones y textos de empingorotados políticos que mueven la hilaridad general
En 1969, acompañando como periodista al Papa Pablo VI en su viaje a Uganda, se me ocurrió referirme como «de color» a un tipo simpático y dicharachero de no sé qué organismo gubernamental. Me contestó: «Señor, yo no soy de color, yo soy negro». Muchos años después, en La Habana, empleó casi las mismas palabras un responsable estatal. Almorzaba yo con el conocido como «gallego Fernández», el general José Ramón Fernández, asturiano de origen, que fue ministro y vicepresidente del Gobierno, Héroe de la Revolución. Formado en la Escuela Militar de Cuba y en Estados Unidos no procedía de la guerrilla castrista. Inició eficazmente la contraofensiva cubana ante la invasión de Playa Girón en 1961. Cordial, culto, inteligente. Su trato, un lujo.

Recordé esas anécdotas cuando, muchísimo más tarde, acólitos de Irene Montero y compañía llegaron a considerar racista llamar negra a una persona negra, una prueba más de insolvencia y fanatismo como lo es decidir que un piropo educado dirigido a una mujer bella es cercano a un insulto. El racismo, el feminismo, el animalismo, el ecologismo y otros ismos ideologizados y mastuerzos se han salido de madre. Una caterva de ignaros con ínfulas quieren condicionar nuestras vidas; desde el idioma –¡que no saben!– hasta las costumbres, incluso en terrenos íntimos.
Así estamos en el umbral del 2030 y sus enormidades, consideradas necesarias por una Europa cuesta abajo. Alguien hace un chiste sobre las costumbres musulmanas y va listo, pero las reiteradas burlas a la religión católica son libertad de expresión. Sobre el sumiso papel de la mujer islámica, las feministas no dicen ni pío, pero se condena cualquier memez en nuestro día a día.
Releo «Boda de negros», el romance de Quevedo. Todo era azabache, oscuro, nocturno, umbroso. Hollín y tizón a espuertas. Los invitados a la boda quevedesca atarazaban sus dedos al comer las morcillas ya que sólo las uñas los diferenciaban del manjar. Un clásico, nada que objetar. La gran literatura, por fortuna, se salva de momento de la dictadura insolvente, aunque ya comienzan a juzgar hasta ciertos cuentos infantiles por desvirtuar, según los censores, el papel de la mujer u ofender a los enanos. Un disparate de necios. Es como poner a dirigir la escuela de protocolo a un zafio.
Hay una acepción de negro célebre entre literatos ya en el siglo XIX. Identifica a quienes escriben lo que firman otros. Siempre los ha habido y siempre los habrá. Para eso están, entre otras misiones, los gabinetes de los poderosos. También quienes permanecen tras biombos de confidencialidad para escribir textos literarios que son asumidos por el famoseo deseoso en convertirse en supuesta genialidad de la escritura.
El negro ha de ser prudente y fiel. Sólo he conocido a uno que proclamase su autoría de los textos atribuidos a su principal, un político. Era visto con cabreo indisimulado por sus colegas de oficio. En el terreno literario algún negro cantó la jugada dejando en mal lugar a su beneficiado. El caso que recuerdo afectaba a una famosa de la tele contratista de un negro que había plagiado sus textos. Yo he sido negro de políticos desde mi juventud más joven; por eso acaso me interesa tal menester. Algunos de los favorecidos -o no- por mi pobre ayuda creativa ya están en el más allá y alcanzaron fama y tronío, obviamente no por lo que debían a mi pluma.
Algunos editores promueven, desde el tino y la visión comercial, el crecimiento del oficio de negro. Quieren unir a sus catálogos el tirón de notoriedad conseguido por alguien, singularmente en medios de comunicación poderosos. Me comentaba Cela, desde ese latiguillo gallego que conservó, lo ridículo del caso que le afectaba. Al final de su vida padeció la denuncia de una señora que se presentaba como autora de una novela con ciertas coincidencias con una posterior del Nobel, que ella había entregado a un editor que no la publicó. Creo que el asunto llegó a los tribunales. No supe más y Cela abandonó este mundo.
Siempre me resultó sospechosa la repentina vocación literaria de algunos famosos inmediatamente premiados. Esa vocación, salvo excepciones, no se mantiene. O la editorial se conforma con una muestra, o el asunto se cierra por el supuesto autor, porque no contemplo que la quiebra se produzca por falta de negros. Estos escribidores para otros suelen tener obra propia pero no son remilgosos cuando alguien solicita sus servicios. A principios del XX un conocido autor, político al tiempo, se las tuvo que ver con un negro al que relegaron una obra mientras jaleaban la que aparecía con el nombre de su contratista que se debía también a su pluma. Lo contó. Pero casos así son exiguos. El compromiso de silencio del negro es sagrado.
Los negros y la política tienen estrecha relación. En la mediocridad que vivimos incluso la calidad de los negros está bajo mínimos. De ahí que leamos declaraciones y textos de empingorotados políticos que mueven la hilaridad general. Los negros de alguna vicepresidente y de ciertos ministros causan sorpresa en un tiempo en el que casi nada nos sorprende.
Es célebre aquella anécdota de un muy reconocido escritor francés del XIX que, profundamente afectado por el fallecimiento repentino de su principal negro, llegó a su puerta un desconocido que pedía verle sin aclarar para qué. Molesto por la insistencia, el famoso autor le recibió al fin. Era un tipo de mediana edad, desaliñado y de mirada torva. Sólo le dijo: «Señor, soy el negro de su negro». El repuesto.
- Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando