Zafiolandia
La delicadeza no guarda relación alguna con la ideología, credo, categoría social o nivel de renta. Ni es en absoluto elitista o clasista. Es una simple cuestión de consideración al otro, algo que no deja de menguar, como tantísimas cosas en esta época crepuscular
Hubo un tiempo en que la buena educación no era cosa de gentes de alto copete. Notabas esa urbanidad en cualquiera, con independencia de sus posibles. Ese civismo impulsaba a acatar las normas de convivencia no por un sobrentendido deber ciudadano, sino para seguir esa sencilla regla de oro reproducida en el mosaico de Rockwell en la sede neoyorquina de Naciones Unidas, de hacer a los demás lo que a ti te gustaría que te hicieran. Familias y colegios se afanaban por imprimir en los chiquillos ese espíritu de respeto al prójimo en los espacios públicos. No se trataba solo de saber manejar la pala del pescado, sino de conducirse con modales apropiados, dentro de la normalidad.

Esa «finura de trato», como la califican en Hispanoamérica, no equivalía a ademanes petimetres, cursis, carcas o relamidos, sino a comportamientos corrientes y molientes limitados a mantener una corrección formal ante terceros. Ahí caían desde el saludo amable al que uno se topaba en el descansillo de la escalera o esperando el autobús, la cortesía al caminar bajo un paraguas, hasta decir con frecuencia gracias, perdón o por favor. Conozco a quien los suyos le llaman fulanito gracias, menganito perdón o zutanito por favor. Ser maleducado era un baldón difícil de remover, y a los patanes se les ubicaba de inmediato en la cloaca social.
De modo progresivo, estas maneras comenzaron a cohabitar con dificultades con la ordinariez. No sabría concretar en qué momento se produjo, pero sospecho que ha tenido que ver con el abandono por la enseñanza de lo que no fuera el puro numerito o la desinencia verbal. Todas esas materias resultan esenciales, por supuesto, pero la formación no puede circunscribirse solo a eso. Y llevamos años haciéndolo, considerando que es posible triunfar en la vida comiendo con la boca abierta o prescindiendo de algo tan elemental como la observación de unos usos enraizados y cuyo sentido ha sido siempre tener en cuenta al de enfrente.
Los medios, en especial los audiovisuales, han contribuido bastante a este avance de lo chabacano. Nos hemos acostumbrado a ver con naturalidad en ellos escenas escabrosas, incluso en la publicidad. Debe faltar poco para que a un reality le dé por emitir en directo desde un cuarto de baño, y no quiero dar ideas. Lo indecoroso, como decían nuestros padres, es hoy el pan de cada día, y por eso ya no extraña tanto tropezarte con alguien haciendo al aire libre aguas menores y al paso que vamos también mayores, sin cortarse un pelo.
El paulatino avance del mal gusto no conoce fronteras. Te sorprende en los aeropuertos y lo padeces en cualquier lugar público. Ahí compruebas que no solo eructan en los países árabes para mostrar satisfacción por la comida, sino en latitudes en las que hacerlo es una colosal guarrerida, como diría Chiquito. En los vuelos de largo radio, tal vez potenciado por las compañías al regalar esos ridículos patucos, no dejan de llegarte efluvios pese a la renovación del aire en cabina, lo que conecta con una extendida modalidad de la zafiedad, consistente en el descuido de la higiene personal.
Desde que se prohibió fumar, en los bares ya no huele a tabaco, sino a olor corporal, me insiste con ironía y parte de razón un buen amigo. Que esto pueda suceder responde a la misma falta de atención al semejante, que está en la raíz de las groserías. Eso, y la ignorancia, que no para de crecer aquí y fuera.
En zafiolandia se distingue regular entre conductas humanas y animales, quizá por la peregrina creencia en el carácter racional de estos últimos. Por eso determinados sujetos se afanan por imitar a los cuadrúpedos, y acabarán pronto comiendo pienso o acudiendo al veterinario. Será entonces el momento de domesticarlos y ponerles bozal, para que dejen de incordiarnos y nos permitan vivir sin tener que aguantar a salvajes alrededor.
La delicadeza no guarda relación alguna con la ideología, credo, categoría social o nivel de renta. Ni es en absoluto elitista o clasista. Es una simple cuestión de consideración al otro, algo que no deja de menguar, como tantísimas cosas en esta época crepuscular, que está costando dejar atrás lo que no está escrito.
- Javier Junceda es jurista y escritor