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Gonzalo Cabello de los Cobos

Esa otra pandemia: la soledad

Me gustaría invitarles a reflexionar sobre lo que significa estar verdaderamente solo, el profundo dolor que conlleva, y qué pequeñas cosas podemos hacer cada uno de nosotros para aliviar, aunque sea un poco, ese sufrimiento

Siempre me ha fascinado cómo la realidad puede cambiar por completo según quién la mire. Durante la crisis del coronavirus, por ejemplo, me sorprendió ver cómo, ante un mismo hecho, las personas reaccionaban de formas radicalmente distintas.

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Lu Tolstova

Recuerdo que, al principio del confinamiento, maldije mi suerte al darme cuenta de que, por causas ajenas a mi voluntad, me vería obligado a quedarme encerrado en un piso en Madrid. Envidiaba a quienes habían conseguido escapar a tiempo a casas con jardín, aunque fuera un trozo de césped diminuto. Sin embargo, con el paso de las semanas, comprendí que esas personas, una vez adaptadas a su realidad, seguían arrastrando los mismos problemas de siempre, agravados por la incertidumbre y el miedo ante un mundo que parecía desmoronarse. Como todos, vamos.

El otro día, con el apagón, volví a pensar en lo mismo. Bastaron unos minutos para comprobarlo: cada cual reaccionó a su manera. Algunos entraron en pánico, otros se enfadaron o se fueron de botellón, y la mayoría, entre los que me incluyo, respondió con una resignación casi automática. Algo así como: «¿Otra más? Bueno…».

Ni quiero ni debo entrar en la gestión política. Eso se lo dejo a los tertulianos que ayer eran expertos en vulcanología y hoy manejan con soltura los entresijos del sistema eléctrico español. Qué pereza.

De lo que sí me gustaría hablarles es de las personas que están solas. Lo que hemos vivido últimamente nos ha obligado a mirar con otros ojos, al menos quienes han querido hacerlo, y a aceptar que los pilares de nuestra sociedad están asentados sobre un lodazal con serias posibilidades de venirse abajo. Lo que hasta hace poco parecía firme ahora vemos que, en realidad, es alarmantemente frágil. Por eso, cada vez confío más en mi familia cercana. Creo que es lo único verdaderamente seguro que tengo.

Pero no puedo evitar preguntarme: ¿y quienes no tienen a nadie?

Estoy cansado de caminar por la calle y cruzarme con personas solitarias, jóvenes y mayores, que deambulan sin rumbo. Basta con mirarlos a los ojos para comprender que su única compañía es la más estricta soledad. Lo notas cuando, a veces, uno de estos solitarios te para con cualquier excusa y comienza a hablar sin mucho sentido. No les importa el tiempo ni el tráfico. Lo que realmente anhelan, como si fueran yonquis en busca de su próximo pico, es conectar con alguien, aunque solo sea por unos instantes.

Recuerdo la escena final de El secreto de sus ojos, cuando Espósito descubre que Morales lleva años manteniendo al asesino de su esposa encerrado en un cobertizo. Espósito se acerca a la celda, con Morales observando en silencio. Desde el interior, el prisionero se le aproxima desesperado y, con la voz rota, le suplica: «Por favor, dígale que, aunque sea, me hable».

Las prisas del día a día nos impiden verlos. Pero cuando ocurre una desgracia, o algo fuera de lo común, como el apagón del otro día, de pronto los percibimos con mayor nitidez. A mí me pasó con la vecina de enfrente, una anciana encantadora que vive sola. Subía por las escaleras a oscuras, iluminando mis pasos con la linterna del móvil, y me la encontré en el rellano. No hacía nada. Solo observaba desde el umbral de su puerta, bajo la tenue luz de emergencia, y escuchaba cómo los vecinos subían y bajaban las escaleras, sus charlas y sus risas, sus miedos y sus penas.

Y entonces lo entendí: eso era la auténtica soledad. Esa señora no necesitaba nada material. Solo necesitaba vernos. Saber que estábamos ahí, y sentirse, por un momento, acompañada y a salvo.

No quiero ser el típico pesado que se dedica a dar lecciones. Juzgar es algo que aprendí hace tiempo que no debía hacer, y procuro mantenerme firme en ello. Pero sí me gustaría invitarles a reflexionar sobre lo que significa estar verdaderamente solo, el profundo dolor que conlleva, y qué pequeñas cosas podemos hacer cada uno de nosotros para aliviar, aunque sea un poco, ese sufrimiento.

No hay más que observar con atención para darse cuenta de quién sufre de soledad. No pensemos solo en el típico anciano sentado en un banco, con los pantalones atados con el cable de un enchufe. Los afectados por esta pandemia silenciosa están por todas partes. Puede que estén en su oficina, en su edificio o incluso en su propia familia. Aunque a veces consigan disimularlo, sus miradas desesperadas acaban por delatarlos.

Mi consejo, si es que puedo dar alguno, es que, si detectan a una de estas personas, se tomen el tiempo de hablar con ella. A veces, una simple conversación puede ser el verdadero remedio para lo que le está pasando.

La realidad puede ser dura, pero, si tienes a alguien con quien compartirla, siempre se hace más llevadera.

Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista

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