El problema no es Pedro Sánchez, es el sistema
Ni la tesis, ni Ábalos, ni la venta de España a los separatistas, ni mentirnos descaradamente a la cara, ni tener a media familia imputada harán que este hombre se vaya a su casa. Es demasiado listo y carece de escrúpulos
Hace poco, en mi grupo de amigos, algunos comentaban con desánimo el pobre resultado de la manifestación de Colón. «No hay nadie», «fracaso absoluto», «esto es un drama», escribían en el chat. Yo leía aquellos mensajes bajo el toldo de una terraza, mientras apuraba un aperitivo a base de pulpo a la gallega, almejas a la marinera, croquetas y gildas. Me sorprendí a mí mismo, cómodo en aquella mesa, mientras otros se desgañitaban en la plaza intentando dar salida a su comprensible frustración.

Y digo que me sorprendí porque, hasta no hace tanto, yo era el primero en acudir a todas. No había manifestación que respaldara mis ideas en la que no estuviera presente. Pero eso ha cambiado. Desde que comprendí que manifestarse no sirve para absolutamente nada, he decidido prescindir de esas concentraciones y dedicarme a otros menesteres más provechosos.
A veces me detengo a pensar qué convierte estos actos en algo tan inútil, y me vienen varias razones a la cabeza. La principal, el epicentro del problema, es la absoluta incapacidad de los ciudadanos para influir, de verdad, en la esfera política. Hemos caído en una trampa: una ficción democrática en la que todos sabemos de antemano cómo acabará la historia. Las cadenas afines inflarán la asistencia; las contrarias la minimizarán. Los líderes de cada partido emitirán declaraciones más o menos calculadas y, al día siguiente, todo se habrá desvanecido. Como siempre.
Pedro Sánchez no ha inventado nada, pero también es cierto que no hay en España un solo líder que haya sabido aprovechar mejor las carencias de nuestra democracia. Éramos jóvenes, pero ¿recuerdan cuando se le acusó de plagiar su tesis doctoral? En cualquier país mínimamente serio, aquello habría bastado para forzar su dimisión. Hay varios casos en Europa que así lo atestiguan. Pero en España no. Y hoy, años después, aquello no es más que una anécdota, casi un cuento de Andersen.
Estos días leemos con estupor los mensajes que, no hace tanto, se intercambiaban los entonces inseparables Sánchez y Ábalos. Cosas tipo «José Luis, haz esto», «te quiero mucho», «tu amistad es la pera», «mira al tonto este, la que nos está liando» … Conversaciones que, por sus fechas, revelan muchas cosas, pero que, una vez más, no tendrán la menor consecuencia política. Otro capítulo más, ni siquiera de los más entretenidos, en esta interminable historia de escándalos.
Ni la tesis, ni Ábalos, ni la venta de España a los separatistas, ni mentirnos descaradamente a la cara, ni tener a media familia imputada harán que este hombre se vaya a su casa. Es demasiado listo y carece de escrúpulos. Sabe perfectamente que la gente normal olvida con pasmosa facilidad, y ha llevado al extremo épico la vieja táctica de que un escándalo tapa al anterior. Lo hace con tal descaro, con tal eficacia, que ya no sorprende a nadie. Y quizá eso sea lo más preocupante: hemos normalizado lo extraordinario.
Somos como dóciles corderitos encerrados en una supuesta cárcel de libertad. A veces, cuando nos esquilan, nos da por patalear, pero basta con un buen chute de azúcar para calmarnos. Y entonces volvemos a ser lo que esperan de nosotros: ovejitas buenas, obedientes y, sobre todo, calladas.
Pedro Sánchez se beneficia de un sistema obsoleto, en el que la sociedad tiene cada vez menos voz. Un sistema representativo que ya no representa a nadie más que a quienes lo habitan. En plena era de la inteligencia artificial, resulta incomprensible que los ciudadanos no podamos participar ni opinar en tiempo real sobre los asuntos importantes que nos afectan de forma directa. Lo de votar cada cuatro años estaba muy bien en los ochenta, pero esta generación exige algo más: capacidad real de decisión.
Como en cualquier empresa, la sociedad debería tener mecanismos para destituir a su presidente cuando incumple su mandato o traiciona la confianza de quienes le han elegido.
Si me preguntan cuál es la solución a esta película de terror que estamos viviendo, lo tengo claro: participación constante de la sociedad en los asuntos públicos, sobre todo los de especial trascendencia. La democracia representativa suena muy bien en los libros, pero la realidad es que nuestros representantes han demostrado, una y otra vez, que solo se representan a sí mismos.
No se trata de votar el trazado de una calzada, pero sí decisiones de fondo: por ejemplo, amnistiar a quienes han atentado contra la unidad del país. Existen soluciones técnicas, viables y seguras, para garantizar un proceso democrático y participativo.
No debemos conformarnos con lo que tenemos. Todas las instituciones pueden y deben modernizarse. El problema es que estamos jugando un partido moderno con reglas obsoletas, en un mundo que ya no se parece en nada al de entonces. Por eso manifestarse, hoy, es casi siempre una pérdida de tiempo. Está muy bien para pasear con la familia y reafirmarse entre amigos, pero eso no cambia nada. Y cambiar las cosas es, precisamente, el objetivo.
La lucha, la verdadera pelea, no debería centrarse únicamente en echar a Pedro Sánchez. Eso es solo el síntoma. En lo que debemos centrarnos es en cambiar los mecanismos de un sistema que permite que Pedro Sánchez ocurra… y se repita. Porque mientras no reformemos las reglas del juego, da igual quién ocupe el poder: todo volverá a suceder, y nosotros no podremos hacer nada.
- Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista