¿A dónde vamos al final de la vida?
La vida supone, por tanto, que nos prestan la existencia; que es nuestra desde que la recibimos hasta que muramos; y que habremos de rembolsarla, en su día, a alguien distinto de aquéllos que nos la prestaron
Voy a utilizar la razón para exponer lo que pienso sobre cuál es el destino de nuestro espíritu al finalizar nuestras vidas. Sé perfectamente que las creencias religiosas de cada uno lo llevarán por caminos diferentes. La fe y la razón llevan a lugares diversos, pero yo usaré exclusivamente el intelecto para saber si podemos acreditar a dónde vamos al acabar la vida.
Preocuparse sobre el destino de nuestro espíritu cuando nos llegue el final es algo que se empieza a pensar al entrar en los últimos atardeceres de la vida. Mi primera aproximación tuvo lugar en el año 2000 con la muerte de mi madre. Lo que observé entonces lo reflejé en un artículo titulado 'El fin de la vida', en el que descarté la existencia de «calaveras» que venían a buscarnos para llevarnos a la eternidad. Morir significa que el espíritu se va, lo que hay que saber es si se va a algún lugar y si permanece allí eternamente.
A finales de 2014, me planteé en un artículo, titulado 'La vida como préstamo', que nacer supone la concesión de un préstamo de vida que nos la dan nuestros progenitores por un tiempo determinado y que debemos devolverla tras la muerte. Entonces escribí que «si hay algún acto involuntario del ser humano que le afecta absolutamente es el hecho de existir. Desde una perspectiva puramente racional, parece que todos nosotros deberíamos tener algo que decir ante un acontecimiento de tanta trascendencia. Y, sin embargo, las cosas son de tal modo que ni siquiera es posible preguntarnos si queremos venir al mundo. Somos concebidos por otros y, por ese acto de ellos, recibimos la vida. Pero no nos la dan para quedárnosla eternamente, sino para devolverla al fallecer».
La vida supone, por tanto, que nos prestan la existencia; que es nuestra desde que la recibimos hasta que muramos; y que habremos de rembolsarla, en su día, a alguien distinto de aquéllos que nos la prestaron.
Existir supone ir pasando etapas con mayor o menor fortuna hasta que llegue el fin de nuestro existir. De todas esas fases, la experiencia demuestra que cuando mueres ya no podrás sentir los besos de los que te dieron mientras vivías. Si con la muerte la vida se va y el cuerpo pierde el alma, lo relevante al morir es que ya no podrás sentir las caricias, ni los abrazos, ni los besos de los que nos amaron, porque donde no hay espíritu nada puede percibirse. No sé cuántos abrazos habrán querido darnos las personas que nos amaron. Pienso que sería más de uno. Los que vivimos juntos y nos amamos, antes de morir queremos darnos más de uno. Y, sin embargo, al venir la muerte no los sentimos porque no hay espíritu que los retenga. Si pudiéramos hablar tras la muerte tendríamos que agradecérselo, pero ha cesado el habla del fallecido y lo único que podría decirte es que ya no puede retener lo que venía de vuestro labios.
Mientras vivimos mandan el cuerpo y el espíritu, y están tan unidos que el cuerpo va acumulando en la memoria recuerdos del existir. El ser que vive se transforma en remembranza, en rememoraciones de nuestro pasado, de los momentos buenos y malos que vivimos, porque en toda vida hay de los dos. Al ser nuestra vida un presente instantáneo que se transforma indefectiblemente en pasado, tenemos más pasado que presente y los demás tienen la posibilidad de recordarnos como fuimos. Pero, hay otra parte de la vida, la espiritual, que no sabemos a dónde irá. Del cuerpo sabemos mucho más que del alma. Sabemos que hay una parte que se va con la vida. Pero de la fuerza vital que lo alimentaba y retenía antes de morir, no sabemos con absoluta certidumbre si existirá y dónde irá.
La razón es la parte espiritual de doble dimensión del ser humano. La cuestión es si es mejor no nacer para no provocar partidas sin retorno o melancolías sin vuelta. Pienso que lo mejor es venir a este mundo. Es mejor existir para amar, ser con el otro un yo uno de conjunto, convirtiéndolo en solo uno, y asentarse con él para ser lo mejor de los dos siendo un solo ser total.
Estoy leyendo el último libro de Pedro García Cuartango, titulado El enigma de Dios, un libro estupendo en el que se plantea cómo pasó de creyente hasta que dejó de serlo. En él nos dice que estamos «condenados a movernos en el filo de una navaja que se llama la nada. La nada es el todo y eso produce horror».
En mis andanzas por la cerca de la muerte, nunca he contrapuesto la vida a la nada. Cuesta creer que todo lo que es una vida llegue a ser la inexistencia total o absoluta de todo ser. Tiene razón Cuartango cuando dice que nunca nadie ha regresado del mundo de los muertos. Es cierto. Pero si es así ¿no estamos solo ante un hecho que no ha sido probado? Si entendemos que la nada es una sensación de vacío, de inexistencia, ¿tenemos que equiparar la falta de pruebas sobre lo que pasa con el espíritu y decir que estamos en la nada?
No quiero meterme ahora con los recuerdos que dejamos los que vivimos. Cada uno tiene los suyos que albergan sus seres allegados y, además, hay personas que dejan muchísimo de sí mismos a la generalidad. Aunque nunca podamos probar si sigue existiendo el espíritu y a donde se fue, ¿no será mejor decir que estamos ante una circunstancia que no podemos explicar desde la razón, pero que eso no la hace por inexistente? ¿No es eso decir que desde la razón no hay pruebas para admitir que solo nos queda la nada? Cuartango dice que «Dios es una pesadilla, un enigma sin respuesta». ¿No es mejor decir que carecemos de pruebas?
José Manuel Otero Lastres es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España