España ante el abismo
España aún tiene margen. Pero cada día que pasa, ese margen se estrecha. La historia, si algo enseña, es que cuando una democracia no expulsa a tiempo al autócrata, este termina por expulsarla a ella
La tarde en que escribo esta consideración, ha estallado el caso Santos y ha comparecido Sánchez en la sede del PSOE para decir que está muy triste. La onda expansiva del escándalo ha superado todos los rumores previos, por más inquietantes que fueran. Cuando estas líneas se publiquen, ya habrá nuevos detalles, más nombres, más datos. Cambiarán aspectos, sí, pero no el fondo: lo que hoy ya es evidente y urgente:

Pedro Sánchez se ha convertido en una amenaza letal para la democracia española. Y no por lo que es, sino por lo que está dispuesto a hacer para no abandonar el poder. Hará cuanto pueda, y lo que le dejen hacer. Esta es la consideración.
Una razón e vidente
Pedro Sánchez ha cruzado una línea fundamental: la que separa la legítima ambición política del uso descarado del poder para eliminar la alternancia democrática. Ella está constitucionalmente garantizada como esencia del sistema, Sánchez ha optado por deslegitimar de forma reiterada, pública y notoria a la oposición como alternativa de gobierno. Sin alternativa, no hay alternancia; sin alternancia, no hay democracia.
Ha desacreditado a sus adversarios, ha evitado las sesiones de control parlamentario —transformándolas en tribunas para la descalificación— y ha contado con la complacencia institucional, incluyendo la presidencia del Congreso. Nada de esto es constitucional, ni legítimo, ni normal en la Unión Europea. Pero sucede. Y Europa calla.
Si esto hubiera ocurrido en Hungría o Polonia, Bruselas ya habría reaccionado con sanciones. Pero Sánchez sigue contando con la indulgencia política de Úrsula von der Leyen.
Condiciones únicas en Europa
Sánchez puede hacerlo porque España presenta condiciones políticas estructurales únicas. La Constitución del 78, surgida del equilibrio frágil de la Transición, confirió al presidente del Gobierno un poder desmesurado. Mucho más que en otras democracias europeas. La monarquía, aceptada como símbolo, quedó neutralizada como árbitro real del sistema. Con Juan Carlos I, ese déficit era compensado por su protagonismo; con Felipe VI, ese vacío institucional es evidente. España tiene, hoy, un Estado sin cabeza.
La partitocracia, fortalecida por una legislación diseñada para garantizar la estabilidad a costa de la pluralidad, ha secuestrado la democracia real. El sistema electoral impide una verdadera rendición de cuentas. El presidente del Gobierno controla la Fiscalía, condiciona el Tribunal Constitucional —capaz de absolver a los principales responsables políticos del mayor escándalo de corrupción en democracia, el caso de los ERE de Andalucía— y puede modificar, de facto, el orden constitucional sin pasar por una reforma formal.
Todo ello bajo el amparo de una mecánica perversa: en España no existe la remoción política del jefe de Gobierno, sino solo la sustitución por otro candidato viable. El poder, una vez adquirido, es prácticamente inexpugnable.
Una corrupción como rizoma
En este ecosistema, la corrupción no es una desviación, sino una consecuencia inevitable. Se extiende como un rizoma: profunda, ramificada, silenciosa. No se limita a escándalos aislados —Santos, Leire, Cerdán— sino que afecta al sistema mismo. Una ley acelerada para subordinar el Poder Judicial, un uso partidista de los medios públicos como TVE, el intercambio abierto de votos por beneficios ilegítimos —la amnistía a los condenados del procés como ejemplo clamoroso— conforman un patrón. No son errores, son método.
Y más allá del método, el trasfondo: un deterioro moral del partido en el poder y de quienes lo apoyan. El PSOE actual ha asumido como un bien lo que antes consideraba un mal, simplemente porque les permite seguir mandando. No se trata de casos individuales: es una lógica compartida, un proyecto de poder que rechaza la posibilidad de que la oposición pueda gobernar, lo que lo convierte en profundamente antidemocrático.
La raíz del colapso
Como escribió Jordan Peterson, el orgullo —el más antiguo y grave de los pecados— ciega al hombre hasta hacerle creer que está por encima de su nivel de competencia, y lo empuja a reordenar el mundo en función de su voluntad. Así actúa Sánchez: con arrogancia mesiánica, como cuando cambió la política exterior sobre el Sáhara sin debate, sin explicaciones. Aglutinó poder sin límites y ahora intenta transformarlo en régimen.
Desde el 28 de abril, en medio del escándalo, Sánchez optó por el «cero explicaciones»: silencio absoluto. No responde, no rinde cuentas, no debate. Simplemente, no le da la gana. La democracia es un obstáculo en su camino. Su poder ya no se ejerce con los límites de la ley, sino en contra de ellos.
Permacrisis democrática
España vive en una permacrisis: del Gobierno, del PSOE, de las instituciones del Estado, y de una parte de los ciudadanos. Una ciudadanía moralmente colapsada, que acepta esta degradación si con ello evita que «los otros» ganen el poder. Un reflejo deformado del franquismo, donde el régimen se justificaba porque «la alternativa» era inadmisible.
Hoy, como entonces, el discurso es el mismo: «Sánchez o el caos». Pero ya es hora de aceptar que el caos es Sánchez.
El problema es político, jurídico, institucional, pero sobre todo moral. Salir de esto no será fácil. Pero si no se rompe el hechizo del poder absoluto, si la democracia no actúa con su única arma —el voto y la ley—, será demasiado tarde.
España aún tiene margen. Pero cada día que pasa, ese margen se estrecha. La historia, si algo enseña, es que cuando una democracia no expulsa a tiempo al autócrata, este termina por expulsarla a ella.