Cuando las barbas de tu vecino veas cortar...
El primer ministro francés ha impuesto uno de los mayores recortes de la historia de su país para sanear a fondo la economía. Francia es un paciente en tratamiento, pero España es un enfermo al que el gobierno no quiere diagnosticar
«Es la última estación antes del precipicio», dijo el primer ministro francés François Bayrou cuando hace unos días anunció un duro plan de recortes del gasto público de 43.800 millones en cuatro años, que afecta a todos los ministerios salvo al de Defensa. El objetivo es la reducción del déficit anual del Estado del 5,8% al 2,8% en 2029. Para conseguirlo, entre otras medidas, congelará las pensiones y los salarios de los funcionarios e impondrá un nuevo impuesto de solidaridad para los ciudadanos ricos. El recorte en Sanidad será de 5.000 millones y se reducirá el número de funcionarios reponiendo sólo dos por cada tres que se jubilen.
¿Por qué el gobierno de la segunda potencia económica de la Unión Europea tiene que adoptar decisiones tan duras e impopulares? Bayrou lo dijo con claridad: Francia tiene una deuda pública del 112% de su Producto Interior Bruto; desde hace 50 años no ha habido en Francia un Presupuesto sin déficit y cada segundo el Estado francés tiene que pedir prestados 5.000 euros.
Recordó el drama del rescate de Grecia cuando en 2009, golpeada por la crisis y por la irresponsabilidad de sus gobernantes, no pudo hacer frente a los vencimientos de su deuda y tuvo que ser rescatada por la UE con unas condiciones durísimas que sus ciudadanos sufrieron durante nueve años. Era la exigencia para que le siguieran prestando dinero. Se trata, dijo Bayrou, de evitar que Francia pase ahora por el mismo trance y se despeñe por el mismo precipicio que Grecia.
España, y muy especialmente el gobierno, vive hoy en la ciudad alegre y confiada, donde la economía está entre las que más crecen de la UE. Este dato es cierto, pero también lo es que ese crecimiento está basado fundamentalmente en una riada de turistas que este año rondará los cien millones, en salarios bajos –12,5 millones de españoles ganan 1.200 euros al mes y hay 2,3 millones de niños y adolescentes en riesgo de pobreza– en la burbuja inmobiliaria y en un incremento de la población en los últimos años de unos nueve millones de inmigrantes, que han tirado del consumo, motor esencial de cualquier economía.
Estos son unos pilares frágiles. Ya lo vimos en la crisis económica que provocó el Covid en 2020, porque los primeros gastos de los que prescinden los ciudadanos de cualquier país en esos momentos son los superfluos como el turismo y el ocio. El PIB de España se hundió entonces el 10,9%, casi el doble de la media de la UE, y el paro se disparó al 16%, más del doble.
Pero hay más. La deuda pública española se ha incrementado en 430.000 millones en los seis últimos años y está en el 103% del PIB, sólo un 9% más baja que la francesa. Cada segundo el Estado español tiene que pedir prestados 2.500 euros, y el año pasado pagó más de 39.000 millones sólo en intereses de la deuda; y así cada año. Cerrar los ojos ante esa realidad podría tener consecuencias dolorosas de las que hay un precedente cercano.
En 2008 estalló la crisis de las hipotecas basura que estuvo a punto de llevarse por delante la economía global. Y el entonces presidente Rodríguez Zapatero se negó en redondo a reconocer la crisis y a aplicar los recortes presupuestarios necesarios para hacerle frente; incluso llamó «antipatriotas» a quienes le advertían de lo que se nos estaba viniendo encima. Hasta que en mayo de 2010 la UE le amenazó con cortarle los préstamos si no actuaba. Entonces se cayó del caballo y anunció en el Congreso una reducción del gasto de 15.000 millones en solo seis meses; el mayor recorte social de la democracia hasta entonces, «cueste lo que cueste, y me cueste lo que me cueste», dijo.
Es insostenible a medio plazo mantener un nivel de deuda como el que padece España, sólo superado en la UE por Grecia, Italia y Francia. Zapatero no quiso ver el problema y parece que Pedro Sánchez tampoco. Aunque siempre es temerario tener un alto endeudamiento por gastar de forma sistemática más de lo que se recauda, lo es aún más ante un horizonte de incertidumbre política y económica como el que estamos viviendo desde que comenzó la invasión de Ucrania y tras la errática guerra comercial emprendida por Trump que está poniendo en cuestión el orden económico global.
Además, la burbuja inmobiliaria está en España en niveles similares a cuando explotó entre 2008 y 2014, pero todos miran para otro lado. Viene bien recordar ahora lo que escribió el economista John K. Galbraith: «El mercado, dijo, tarda un decenio en perder la memoria del último fracaso», y entonces vuelve a las andadas.
España podría estar en la penúltima estación antes del precipicio.
Emilio Contreras es periodista