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26 de abril de 2024

TribunaRodrigo Ballester

Polonia, cuestión de principios

El Constitucional alemán ha lanzado hace un año un órdago sin precedentes que ha llevado a Bruselas a abrir un expediente administrativo, pero no a linchar a Berlín como están linchando a Varsovia

Actualizada 01:20

La condena es unánime, sin matices ni paliativos: Polonia ha cruzado el Rubicón al cuestionar la primacía del derecho europeo sobre su propia Carta Magna. Alea jacta est, sólo queda expulsarla de la Unión Europea (UE), forzar un «Polexit» y congelar sus correspondientes fondos europeos hasta que se vaya. Y si es posible, a patadas.
Este es, en resumidas cuentas, el ruido de fondo que se escucha desde Bruselas y en no pocas capitales. Una indignación dañina, porque en un tema jurídicamente complejo, este clamor impide un debate sereno y matizado en el que ambas partes esgrimen argumentos sólidos.
Veamos. La primacía del Derecho europeo implica que las normas adoptadas por la Unión Europea en el marco de sus competencias prevalecen sobre el derecho nacional. En sí, es un principio sensato, sin el cual la norma europea no tendría valor vinculante alguno. Si cada Estado miembro pudiera modificar, elegir «a la carta» o ignorar las leyes que ellos mismos han adoptado en Bruselas, el derecho europeo sería papel mojado.
Hasta aquí, todo bien; pero la tensión se eleva cuando el Tribunal Europeo de Justicia afirma que la primacía es absoluta y que cualquier norma de la Unión prevalece sobre las constituciones nacionales. Una posición maximalista que Europa sostiene desde al menos cincuenta años, pero que nunca ha convencido a los tribunales de los Estados miembros. Es más, algunos (como el Tribunal Constitucional alemán, de lejos el más virulento) la cuestionan abiertamente y no pierden una ocasión de recordar quién tiene la última palabra.
La última vez que Karlsruhe marcó su territorio, lo hizo mandando un auténtico misil a la línea de flotación de la Zona Euro en plena crisis del Covid. El 5 de mayo de 2020, el Constitucional alemán cuestionó la validez del programa de compra de bonos del Banco Central Europeo, es decir, la medida que salvó la moneda única en su día cuando tantos analistas la daban por muerta. Y lo hizo esgrimiendo un argumento muy similar al del Constitucional polaco: Bruselas se arroga poderes que nadie le ha otorgado y se extralimita en sus competencias. Ultra vires, en lenguaje jurídico.
Este es precisamente el núcleo de la cuestión. La primacía exorbitante del derecho europeo implica el respeto escrupuloso de otra regla de oro de la Unión, recogida en el artículo 5: «[...] la Unión actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados […]. Toda competencia no atribuida a la Unión en los Tratados corresponde a los Estados miembros». Un principio cardinal que tanto el Tribunal Europeo como la Comisión se saltan con demasiada facilidad y frecuencia, a juicio de muchos observadores y de algunos jueces constitucionales.
La cruzada europea contra la reforma judicial en Polonia es un buen ejemplo de esta deriva. Antes de dar por hecho que Varsovia menoscaba el Estado de Derecho, conviene determinar quién es competente para averiguarlo; por la sencilla razón de que actuar sin tener el mandato para hacerlo es, precisamente, una violación…del Estado de Derecho. Y hacerlo retorciendo las bases jurídicas del Tratado, también. Los jueces polacos han puesto sobre la mesa argumentos válidos que no deben rebatirse solo con indignación, invocando los muy manidos «valores europeos» o apelando abusivamente a las páginas más negras de la Historia, como si esta estuviera a punto de reproducirse en Polonia. Seamos serios.
La sentencia del Constitucional polaco es, pues, una batalla más en la guerra jurídica que desde hace décadas enfrenta a jueces europeos y nacionales, un tira y afloja permanente que de momento no se ha zanjado. Bruselas y su burbuja no pueden rasgarse las vestiduras con Polonia a sabiendas de que jueces daneses, franceses, italianos, rumanos o checos han expresado las mismas críticas y asumido las mismas posiciones. Y menos todavía considerando que el Constitucional alemán ha lanzado hace un año un órdago sin precedentes que ha llevado a Bruselas a abrir un expediente administrativo, pero no a linchar a Berlín como están linchando a Varsovia.
Más allá de los aspectos jurídicos, este choque es un síntoma de maniqueísmo y de febrilidad en Europa. Al albur de la ola «políticamente correcta», cuestiones complejas se enfocan de manera binaria, problemas jurídicos se convierten en posturas morales intransigentes y llevan a enconados enfrentamientos que debilitan la Unión justo cuando más cohesión necesita. Discernimiento y templanza brillan por su ausencia.
Y todo esto ocurre bajo la sospecha de que se aplican dos varas de medir según que el país afectado sea del Oeste o del Este, liberal o conservador. ¿Cómo explicar si no la delirante confrontación con Budapest acerca de la ley húngara sobre la protección de menores, o la clemencia de Bruselas con el Gobierno español a pesar de las continuas y desesperadas quejas de los jueces?
Supeditar las reglas del juego a imperativos políticos sería la negación misma del Estado de Derecho. Sin entrar a valorar la legalidad de la reforma judicial polaca, no es un ataque frontal que su Constitucional ponga los puntos sobre las íes acerca del reparto de competencias entre la UE y sus Estados miembros. Es una cuestión de principios, sobre todo jurídicos.
Rodrigo Ballester es master en Derecho Europeo por el Colegio de Europa (Brujas), antiguo funcionario europeo, profesor invitado en el Instituto de Ciencias Políticas de París (Campus de Dijon) y dirige el Centro de Estudios Europeos del Mathias Corvinus Collegium en Budapest. 
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