Un siglo de España invertebrada
Ortega observa que los grupos de poder viven encerrados en sí mismos, en compartimientos estancos, sin querer escucharse los unos a los otros, lo que nos recuerda a la incapacidad actual para crear un diálogo político fértil más allá de la simple confrontación de eslóganes rimbombantes
Dice Manuel Vicent que todo lo que escribió Ortega a lo largo de su vida lo había vertido primero en artículos de periódico. Fue así, precisamente, como nació una de las obras más destacadas del filósofo madrileño: la España invertebrada.
Aunque apareció como libro en mayo de 1922, había sido publicada en el diario El Sol en dos tandas de artículos, entre finales de 1920 y principios de 1922. La primera recibió el título de Particularismo y acción directa y, la segunda, el de Patología universal. Un siglo después, España adolece de los mismos males, aunque el contexto social y cultural sea muy diferente.
En una capa superficial de la epidermis española, Ortega y Gasset situaba los errores y abusos políticos, los defectos en los sistemas de gobierno. A ellos les dedica poco espacio, pues le interesa analizar la situación de la nación de forma más profunda. Así, bajo esa primera piel, situaría los fenómenos de disgregación, que él denomina como «particularismos», una expresión que en los años veinte sirve para calificar tanto a movimientos nacionalistas como a movimientos sociales. Por culpa de estos particularismos, sentencia, «cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás».
Se adelantaba don José de esta manera a la caída de la monarquía y al posterior fracaso de la República, ahogadas ambas por diferentes banderías incapaces de trabajar por el bien común desde sus diferencias ideológicas. De forma paralela, iba creciendo y asentándose el virus del nacionalismo disgregador que no ha dejado de dar guerra hasta nuestros días.
Frente a este fenómeno, escribe el madrileño, se hace necesario una «faena de totalización», un proceso en en el que los grupos sociales, y los territorios, queden integrados como partes de un todo: la potencia que impulsa y nutre este proceso «es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común».
Es esta idea un antecedente claro del espíritu de la Transición, único momento de nuestra historia reciente en el que ha existido ese proyecto común capaz de unir a todos los españoles por encima de sus creencias políticas y su origen geográfico. Ese horizonte, que nos ha proporcionado el mayor episodio de libertad, paz, prosperidad y justicia social de nuestra historia, naufraga hoy asediado por una vuelta generalizada a los particularismos.
Este grave problema está ligado a otro gran mal que denunciaba Ortega en este mismo libro y que podemos situar en un estrato aún más profundo de nuestra psique colectiva: la ausencia de los mejores en el Gobierno, propiciada por uno de los defectos nacionales más graves, la «aristofobia».
Escribe el filósofo sobre un extraño proceso de «selección inversa» que solemos aplicar los españoles a la hora de elegir a la minoría dirigente. En nuestro país, y para comprobar la teoría orteguiana solo hay que leer la prensa o contemplar un debate político, se ha preferido históricamente a personas de peor condición que a gentes de mayor valía, porque «había fobia a la virtud, al mérito y los poderosos no querían que sus subordinados les hiciesen sombra en el poder político o social».
Ligado a esto, el pensador observa que los grupos de poder viven encerrados en sí mismos, en compartimientos estancos, sin querer escucharse los unos a los otros, lo que nos recuerda a la incapacidad actual para crear un diálogo político fértil más allá de la simple confrontación de eslóganes rimbombantes.
Este gobierno de los peores, esa falta de capacidad para la creación desde la política, llevó, ya en la época en la que escribía Ortega, a la violencia verbal en los discursos políticos y a la física en las calles. Tanto tiempo después, volvemos a transitar los mismos errores, dejando que la incapacidad y mediocridad de unos pocos acabe provocando, de nuevo, la confrontación cainita entre la ciudadanía.
Hoy, al chantaje tenaz de los nacionalismos, se suma un ataque constante de los partidos de izquierdas al régimen del 78. Pretenden desmontarlo, pero sin proponer a cambio un sistema asumible por todos. España, cien años después, sigue igual de invertebrada, con unos partidos políticos y unos territorios que no comparten la misma idea de nación, lo que hace imposible afrontar los desafíos que nos impone el futuro.
Cristóbal Villalobos es escritor e historiador