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28 de marzo de 2024

TRIBUNAMiguel Aranguren

Ussía, yo y las circunstancias (I)

Se trata del penúltimo cronista de un mundo donde lo mejor y lo peor del ser humano, entre la comicidad y la tragedia, adquiere categoría literaria

Actualizada 01:30

A medida que la vida pasa, cuesta hacer espacio para nuevas rutinas. El Debate lo ha conseguido: cada mañana, nada más poner un pie en el mundo, busco el teléfono móvil y escribo la dirección de este diario, que tiene numerosas ventajas frente a otros periódicos digitales: la colección de titulares se lee de un tirón, de la pantalla no saltan molestos anuncios no solicitados que entorpecen el ritmo con el que uno debe enfrentarse a la prensa, el orden es nítido (desde hace años, con el propósito de ganar lectores, las cabeceras mezclan noticias principales con burdos reclamos, en un estrafalario desequilibrio entre información y sensacionalismo), los articulistas de opinión me resultan ponderados y a la actualidad se suman interesantes reportajes de fondo, sin pretensión de abarcar todos los detalles. Además, en El Debate el algodón no engaña, es decir, el lector que se asoma a su dominio web es consciente de que el diario tiene claro su origen, su misión y la dignidad de sus lectores, a los que no trata de colar morcillas ideológicas ni amarillismos sonrojantes.
El primer enlace que pincho me conduce a la columna de Alfonso Ussía. En líneas generales, sus piezas me hacen sonreír y hasta reír en muchas ocasiones, que es la mejor manera de dar comienzo a la jornada. Ussía es el último superviviente del humor cortés e ingenioso, irónico y elegante que iluminaba cierta prensa antes de que internet lo pusiera todo patas arriba. No quiero dar a entender que comulgue con todos sus criterios, ni que todas las historietas de sus personajes jardelianos me parezcan dignas de enmarcar, pero se trata del penúltimo cronista de un mundo donde lo mejor y lo peor del ser humano, entre la comicidad y la tragedia, adquiere categoría literaria.
Aunque él no lo sepa, hay circunstancias que nos unen. La primera, familiar. La hermana pequeña de mi abuela (fueron doce los hermanos Sangro) se casó con Perico Muñoz-Seca, a la sazón hijo del añorado abuelo de nuestro columnista. Aunque de nuestro tío común conservo una imagen nebulosa (yo era un párvulo cuando falleció tras un partido de tenis), entre los míos se cuentan anécdotas que muestran los genes singularísimos de esa familia de origen portuense: mi tía Rosario y Perico se hicieron novios cuando ella tenía trece años y él catorce, y a lo largo de su existencia solo les separó la guerra. La mañana en que el Torpedero Tucumán, de pabellón argentino, partía del puerto de Alicante rumbo a Marsella, cargado de huidos del infierno rojo de Madrid, Rosario se asomó a la borda para lanzar besos y lágrimas a Perico, que se encontraba en la bocana del puerto. Este, que era bravucón, no dudó en lanzarse –vestido y todo– a las aguas del Mediterráneo en pos del navío. El torpedero no se detuvo para subirlo a bordo, claro, ni el muchacho lo alcanzó, así que regresó a tierra para alistarse con el propósito de que la contienda se acabara cuanto antes, y así reunirse de nuevo con su palomita. Ambos se arrullaron durante décadas como si se hubiesen quedado congelados en la adolescencia. Al amanecer, antes de que se marchara a la oficina, escondía para su mujer papelitos con versitos cariñosos (inocentes y muy divertidos) allí donde ella entrelazaba su rutina: debajo de la taza del café, en el vaso con el que se lavaba los dientes y hasta en el rollo de papel higiénico o la bandeja de las llaves. Los libros de su biblioteca están repletos de mensajes de amor del uno al otro, escritos de puño y letra. Conservo unos cuantos y me encanta pasar las páginas en busca de tan candorosos testimonios.
La segunda circunstancia tiene que ver con Don Juan de Borbón, a quien Alfonso Ussía acompañaba junto a sus padres y una hermana, en la mayoría de las actividades privadas del conde de Barcelona desde que se asentó en Madrid. Se dio la casualidad de que yo me encontraba necesitado de dinero con el que costear mis pasiones taurinas (que también comparto con Ussía) y artísticas (el material de pintura siempre está por las nubes) al tiempo que proseguía mis estudios universitarios. Una noche me surgió la oportunidad de acudir como camarero a la casa de un tipo bajito y teñido de rubio, arrebatadoramente hortera, especializado en cuidar la imagen de los políticos. Iba a dar una cena y precisaba de un chico de buena planta como ayuda de comedor, y pagaba con holgura. Pensé que aquello iba a ser coser y cantar, así que me acerqué, inocente, a su residencia con un uniforme de alquiler y sin tener idea de cómo se atiende una mesa.
Apenas pulsé el timbre, una de las chicas de servicio (eran dos hermanas de un pueblo de Toledo) me advirtió, rigurosa y antipática, que debía hacer mi trabajo con perfección, dado el alto nivel de los invitados y lo exigente que era su jefe con todos los detalles. Abrumado, le pregunté por la identidad de los comensales. Fue entonces cuando me enteré de que el padre del Rey presidiría la mesa, a la que iban a sentarse, además del asesor bajito y su mujer, el exitoso presidente de un banco del que todo el mundo quería hacerse amigo, Ussía, (el escritor, me aclaró) y los padres y la hermana de este. Estuve a punto de salir por piernas.
Ante la alta posibilidad de que mi actuación ante el viejo Rey fuese un desastre, confesé a las hermanas que nunca había servido una cena. «Pues a ver cómo te las apañas; los invitados están a punto de llegar». Acongojado, me puse la chaquetilla y cerré la puerta de la cocina mientras la señora de la casa iba prendiendo las velas del comedor. Con gesto de cordero degollado, les rogué que me indicaran el lado del comensal por donde hay que servir y retirar los platos. En esas estábamos: yo interpretando el papel de Don Juan, una de ellas ejerciendo de camarero y la otra soltando consejos, cuando se escuchó un largo y cantarín ding-dong. «¡No te quedes como un pasmarote!», me ordenaron al unísono, «tienes que salir a abrir la puerta». Sin aliento giré el pomo y me topé con Don Juan y su asombroso porte. Venía acompañado por el resto de los invitados. Al verlo pasar ante mí para estrechar en un saludo a los anfitriones, me vino a la cabeza un antiguo honor que solo merecen las personas cargadas de dignidad: el camarero soltó un taconazo que produjo un sonido seco con el que pegó un brinco el pequeñito hortera.
(Si el lector tiene paciencia conmigo, en una siguiente columna finalizaré este encuentro y explicaré por qué fue Ussía quien me dio la primera oportunidad de probar el caviar).
  • Miguel Aranguren es escritor
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