A vueltas con el fascismo
El fascismo demonológico, propio de agitadores y estrategas, es una construcción simbólica, una categoría de condena que no busca describir la realidad, sino señalar al enemigo. Bajo esta acepción, todo lo que contradiga los parámetros del pensamiento progresista contemporáneo puede ser tachado de 'fascista'
Han sido numerosos los pensadores que han reflexionado sobre el poder del lenguaje y su capacidad para moldear la realidad social. Aristóteles, en su Retórica, ya advertía de que el lenguaje no es neutral y que, incluso, construye el mundo. Particularmente agudo fue Bertrand Russell al señalar que el control del lenguaje conlleva el riesgo de manipulación del pensamiento. Si el lenguaje configura nuestra manera de ver el mundo, entonces quien impone las palabras y los significados marca también una forma de pensar. Lejos de ser una herramienta inocente, el lenguaje puede convertirse (y de hecho lo ha sido históricamente) en un vehículo de dominación ideológica, especialmente cuando es utilizado desde el poder político o mediático para restringir el debate público o moldear el sentido común.
En este sentido, el marxista de la Escuela de Frankfurt Herbert Marcuse en El hombre unidimensional reflexionó sobre cómo el lenguaje configura conciencias y comportamientos en la sociedad industrial, limitando, por ejemplo, la capacidad de crítica, de ahí que Heidegger definiera el lenguaje como «la casa del ser».
Es bien sabido que el marxismo-leninismo, especialmente a través de los escritos de Lenin, hizo uso de la mentira como arma revolucionaria, empleando la técnica conocida como 'Agitprop' (agitación y propaganda), muy bien estudiada en la obra del francés Jean-Marie Domenach en su conocido y fundamental libro de La propaganda política.
En nuestros días, Óscar Rivas nos refresca en su libro Venenosos la importancia del combate respecto del lenguaje totalitario. En el mismo se tiene en cuenta la importancia de cuando las izquierdas nombran a los demás, siendo el reclamo del fascismo el más sugerente. Así, se intenta condenar a la muerte civil al enemigo, silenciarle. No olvidemos que en el mismo palacio de la Moncloa conviven personas para quienes el engaño y la treta son su forma habitual de trabajo. No en vano, la tesis doctoral de David Rubio, jefe de Gabinete de Sánchez, versó sobre La ética del engaño.
Hoy, como antaño, la cultura dominante se construye sobre consensos y etiquetas morales prefabricadas. Uno de esos dogmas es el antifascismo, convertido no ya en una posición histórica o moral, sino en una herramienta ideológica con la que se define lo legítimo, lo aceptable y, sobre todo, la identificación de unos enemigos que deben ser excluidos del debate público, en eso que muy acertadamente el filósofo polaco Ryszard Legutko denominó «las tentaciones totalitarias en las sociedades libres».
Quien mejor ha estudiado en España el fenómeno del antifascismo sin fascismo, sus riesgos y falacias, ha sido Pedro Carlos González Cuevas, historiador conocido por sus obras sobre las derechas españolas y su cruzada contra las llamadas «leyes de memoria». En su libro Antifascismo. Mitos y falsedades, el profesor González Cuevas recuerda la distinción, hoy más pertinente que nunca, planteada por el pensador político Augusto Del Noce, entre fascismo histórico y fascismo demonológico. El primero hace referencia a una realidad política concreta del siglo XX, objeto de estudio por historiadores. El segundo, propio de agitadores y estrategas, es una construcción simbólica, una categoría de condena que no busca describir la realidad, sino señalar al enemigo. Bajo esta acepción, todo lo que contradiga los parámetros del pensamiento progresista contemporáneo puede ser tachado de 'fascista', sin análisis ni rigor.
Esta es la razón por la que se han recrudecido los ataques contra Vox, y veremos cómo se vuelve a lanzar contra dicha formación con más fuerza que nunca la etiqueta de fascista. Y todo porque nuestro discurso es contundente y duro contra el pensamiento progre.
Esta sobreactuación no es inocente. Responde a una estrategia definida, que consiste en intentar blindar la hegemonía ideológica de la izquierda mediante etiquetas morales que deslegitimen cualquier disidencia sin discutir sus argumentos, algo en lo que por desgracia el Partido Popular se siente cómodo. No hay debate sobre la unidad nacional y el combate al separatismo, sobre los límites del Estado y la Administración, sobre el adoctrinamiento educativo, la agenda de género, las leyes de memoria o el multiculturalismo y la inmigración ilegal y masiva. Hay buenos y malos, antifascistas y fascistas. El problema es que este reduccionismo moral es una falacia, empobrece el debate público y produce un clima cultural tóxico donde somos criminalizados y la libertad intelectual es asfixiada.
Esta degeneración del discurso ha sido analizada con precisión por el historiador italiano Emilio Gentile, uno de los mayores expertos europeos en el estudio del fascismo. En su obra ¿Quién es fascista?, Gentile desmonta las simplificaciones ideológicas de autores como Umberto Eco, cuya idea de un «fascismo eterno» (difuso y sin definición concreta) sirve más para el linchamiento político-cultural que para el análisis histórico.
El problema no es sólo intelectual. Es también político y jurídico. En España, la ley de memoria democrática y sus derivadas está impregnada de esta lógica demonológica. La consecuencia es la progresiva degradación del Estado de derecho, que ya no garantiza el equilibrio entre posiciones políticas, sino que se pone al servicio de una ideología concreta.
Muy pernicioso es que el PP haya asumido los marcos mentales de la izquierda. Renunció hace tiempo a confrontarlos, y esta semana lo vimos con la proposición de ley del PSOE, cargada de ideología LGTBI, que penaliza con hasta dos años de cárcel a padres o médicos que intenten reorientar la «orientación sexual, identidad sexual o expresión de género». Los tratamientos de cambio de sexo en menores no solo quedan impunes, sino que se imponen contra la voluntad de los padres. Es una barbaridad.
Para nosotros, combatir las ideas de la izquierda y este subproducto propagandístico, así como rechazar frontalmente las etiquetas, significa tomar en serio el presente y la historia, respetar la verdad y cumplir con nuestra obligación. Y si nombrar es poder, nosotros nombramos de nuevo lo que otros han querido silenciar: patria, familia, orden, soberanía y verdad. Conceptos todos que son parte del corazón de nuestra civilización.
Ignacio Hoces Íñiguez es politólogo, jurista e historiador y diputado nacional de Vox en el Congreso de los Diputados