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TribunaJuan José Gutiérrez Alonso

Obtener la información: acceder a la verdad

Es bastante común convivir con la mentira. Creer que la mentira es la verdad o que la verdad es mentira. Resulta un auténtico desafío intelectual diferenciar cuándo nos mienten o cuándo alguien ha sido engañado y resulta inocente

En la época del desastre nuclear de Chernóbil, el británico Alan Flowers preguntó a Mijáil Gorbachov cuál era el principal problema en la URSS en ese momento. Después de unos segundos de silencio, le respondió que el problema más difícil era obtener la información.

Es decir, al mismísimo presidente y secretario general del Partido Comunista, le engañaban a diario. En sus memorias y en varias entrevistas que ofreció una vez liberado del cargo y la carga, Gorbachov confirmó las maniobras a las que asistía cotidianamente y la podredumbre del sistema.

Si recuerdan en la crisis económica de 2007-2008, sucedió algo muy parecido. Nadie decía la verdad. Ni reguladores, ni agencias, ni por supuesto los gobiernos, especialmente el nuestro, que seguía convencido de que nada grave ocurría ni había motivos para alarmarse. Los alemanes gestionaron mejor que nadie la mentira y nadie se acuerda de los desmanes de su propia banca.

Es bastante común convivir con la mentira. Creer que la mentira es la verdad o que la verdad es mentira. Resulta un auténtico desafío intelectual diferenciar cuándo nos mienten o cuándo alguien ha sido engañado y resulta inocente. Es razonable pensar que el poder soviético engañase a Gorbachov, pero no parece plausible que nuestros mandamases hayan sido engañados por agentes cataríes, marroquíes o gentes como quienes hoy afrontan causas judiciales por corrupción, sea en Bruselas o Madrid.

Esto último es como muy elemental, o puede que no tanto, vaya usted a saber.

Sea como fuere, lo cierto es que la pregunta por la verdad o la mentira es siempre actual. Hoy nos intentan convencer machaconamente, sobre todo desde la dirigencia Europea, que la desinformación es un gigantesco problema, también una novedad, y que pone en peligro las democracias occidentales. Apuntan a las plataformas de redes sociales y ponen siempre como ejemplo lo sucedido en Estados Unidos, lo acontecido en Rumanía y asimilados.

Cualquier persona razonablemente bien informada e instruida, intelectualmente situada en la debida desconfianza, sabe que esto no es cierto y que la actual dirigencia europea es, como mínimo, tan peligrosa para la democracia como aquellos a los que acusa.

La mentira, como la manipulación, nos enseñó J. F. Revel que es la fuerza más importante que mueve el mundo. Y ya aprendimos también de Oriana Fallaci y de otros profesionales que sí honraron la profesión, que los medios y la prensa se inventaron para descubrir la verdad y hoy, sin embargo, se usan para ocultarla. No es el caso, claro está, de este medio, al cual hay que felicitar por sus recientes revelaciones.

Ahora bien, quienes nos preocupamos por consultar y contrastar para tener un criterio propio e intentar discernir la realidad del relato o la narrativa, sabemos que el mundo libre, asociado a la fórmula del Estado democrático, no puede sobrevivir sin una mínima dosis de verdad, sin un canal de acceso a la información veraz, que evidentemente no es, nunca lo ha sido, el que deciden o apuntan los gobernantes, pues su oficio, con raras excepciones, deviene propaganda desde la misma toma de posesión.

Por eso, si tenemos en cuenta que la democracia es un sistema basado en la opinión pública, vista la situación actual, con no pocos gobiernos, con sus agencias y medios afines entregados al relato y la desinformación propia, haciendo pasar por oficial por su estatus institucional, no creo que tengamos demasiados motivos para ser optimistas.

El sistema democrático no puede sobrevivir al ascenso de esta nueva clase. Y basta conocer las ingentes cantidades de dinero, favores, dádivas y otras prestaciones inconfesables, que se destinan a la propaganda, así como los esfuerzos regulatorios y hasta el ejercicio de la coacción pública para evitar u ocultar la libertad de prensa y de expresión, para concluir que no se presagia nada bueno.

Son múltiples y variados los ejemplos que pueden citarse. Desde el fin del petróleo en los años ochenta, que ahora sabemos que hay más petróleo disponible que nunca, hasta el deshielo de los polos, el avance del desierto hacia Berlín, o el renacimiento de no sé cuántos Hitlers, y ningún Stalin, desde Roma a Budapest e incluso hasta El Salvador, pasando por Washington o Buenos Aires, ahora también La Paz o Santiago de Chile.

Tienen razón quienes argumentan y se preocupan por la progresiva e implacable imposición de una ideología, o más que una ideología una forma de ejercer el poder, sobre la base de la incerteza y el miedo como elemento de motivación de masas. El miedo, en efecto, como estrategia para deteriorar progresivamente la sociedad libre y consolidar una u otra forma de tiranía.

Por eso tal vez ha llegado la hora de liberarse de las cadenas y hacerlo incluso siguiendo el modo y las formas de, no sé, por ejemplo, Javier Milei. Esas tan despreciadas a este lado del Atlántico, pero que tan buenos resultados está dando a los argentinos, especialmente los más desfavorecidos, en su esperanzadora desintoxicación de socialismo, que a todas luces representa una loable tarea cívica, aunque le llamen polarizador.

  • Juan J. Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho administrativo en la Universidad de Granada
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