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26 de abril de 2024

tribunaLucía Casanueva

Isabel II y el imperio de la buena comunicación

Más de dos millones de ciudadanos han participado físicamente en el entorno del cortejo fúnebre. Los 'likes' duran lo que duran. La auténtica buena fama permanece

Actualizada 10:36

Lo hemos visto en 3D desde la muerte de Isabel II: el éxito de una imagen pública tiene mucho que ver con la comunicación. Una mujer admirada, una Corona robustecida por la tradición y el cariño del pueblo, un legado indudable, la fortaleza institucional de un imperio, la reina de los tabloides, un mito, el interés mundial, un icono, una fama eterna, una era nueva, un antes y un después.
La Casa Real española estará tomando notas, porque la comunicación es imprescindible en el presente de cualquier Monarquía. Merece la pena invertir en cuidar la joya de la Corona, convirtiendo la comunicación en protagonista de palacio, porque en la sociedad de la imagen nadie entiende que nuestra Familia Real no tenga perfil en Instagram o que un elevado porcentaje de las fotos oficiales que emite Zarzuela se hagan torcidas, oscuras, o rancias. Pocos Reyes más atractivos y más modernos encontraremos en el mundo con tanta facilidad estética para consolidar esa imagen entre la empatía y el idealismo que las Monarquías deben pulir sistemáticamente para encontrar un hueco, no solo en los organigramas oficiales, sino también en el corazón de la opinión pública.
Llevamos días certificando la importancia de comunicar con puntería una biografía, un relato, el alma de un Estado, una tradición, un pasaje histórico irrepetible. Hemos contemplado la eficacia probada de la coherencia discursiva, la conciencia de los valores, el orgullo de una historia, la excelencia en las formas, la audacia de los proyectos, la finura de la tramoya.
Durante este largo reinado hemos constatado muchas veces la relevancia de la comunicación en el mimo de la reputación: esas coberturas de la BBC, esas fotografías profesionales impregnadas de cine y arte, esos eventos cargados de pasado, pero con esencias de futuro; ese respeto al mirar por el retrovisor, pero con capacidad para arriesgar milimétricamente, como cuando vimos a Su Majestad junto a James Bond y saltando en paracaídas en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres 2012.
Seguramente, la Casa Real española esté atesorando apuntes y preparando un reset, porque en el ámbito de la comunicación todavía debe pisar fuerte en el siglo XXI. Al menos, con la prestancia que exige la historia de nuestro país y los retos que están sobre la mesa, en el epicentro de las portadas y sobre las espaldas de Felipe VI, que no son pocos.
El féretro triunfante de Isabel II en prime time universal es el recopilatorio de un máster de comunicación. Seguramente muchas instituciones con solera ansíen esa buena fama y ese consenso mundial que aplauden la mayoría de los ciudadanos y que no se compra en el mercado publicitario. Pero en la percepción del prestigio público nada aflora por casualidad. Probablemente, muchos poderosos que todavía piensan que la inversión en comunicación es una prioridad secundaria habrán entendido en este arranque del curso cómo hay que ser y cómo hay que parecerlo para que la gente anónima te deje ramos de flores en las rejas de Buckingham Palace cuando piten el final del partido.
Mucha gente con mando percibe a su alrededor la soledad y frialdad de la opinión pública. Algunos son conscientes desde hace tiempo de que los ciudadanos/clientes miran con recelo a quienes tienen el poder, peso, relevancia, fama o dinero. Saben que para el común de los mortales son personas que solo piensan en su propio beneficio, aunque llamen responsabilidad social corporativa a lo que es prehistoria del postureo. En la atalaya de los que comunican en una sola dirección interesada están las Casas Reales, los gobiernos nacionales, las presidencias de las comunidades autónomas, los ayuntamientos, las diputaciones, las grandes empresas y quienes juegan sobre el tapete de la actualidad pensando que son invulnerables, porque ostentan un cierto oligopolio de autoridad, generalmente pasajero.
En Isabel II hemos visto cómo se ejerce y cómo se comunica una autoridad indiscutible. Su poderío, su relevancia universal y su liderazgo regio no han reflejado síntomas de soberbia y tiranía, porque el lema de su reinado –servir hasta la muerte– ha cuajado en la médula de los espectadores de los cinco continentes mucho antes de que falleciera.
En sus exequias aflora, también, el éxito de una gran campaña de comunicación institucional contemporánea preparada con garbo, a pesar de las grietas humanas entre los miembros de la royal family y de todas las circunstancias que han acompañado sus más de 70 años de reinado. ¿Cuántas personas habrán pensado, propuesto, ejecutado líneas, enfoques y maneras de contar al mundo el relato de una reina del siglo XX en los tiempos de Netflix y The Crown? ¿Cuántas personas al servicio de la corona británica habrán participado en la búsqueda de los mejores asesores para comunicar cada paso, cada buena noticia, cada crisis, cada ocasión? ¿Cuánto cuesta y cuánto vale comunicar para dar en el blanco? ¿Hasta qué punto merece la pena hablar en el lenguaje de este mundo, que trasciende el trueque de favores, exclusivas y páginas de publicidad, para que el metraje sea fiel a la memoria?
Isabel II ha sido un ejemplo sonoro de liderazgo femenino y la Casa Real británica, un reloj preciso que ha dado importancia a cada pieza para que suene esta melodía de éxito casi celestial que escuchamos desde que se apagó una historia épica en las habitaciones de Balmoral. El mix entre liderazgo femenino y comunicación certera aporta una nueva manera de saber estar y parecer en el siglo que vivimos. Para que la fórmula funcione, la comunicación exige sujetos de una pieza, lógicamente imperfectos; lo suficientemente coherentes para que la línea argumental sea una recta ascendente y para que el relato tenga un hilo conductor que sea creíble, porque se asienta en la máxima verdad a la que podemos aspirar los seres humanos.
Cuenta Hugo Vickers, historiador y experto en la Familia Real británica, que la Reina tenía un código para comunicarse con su personal de seguridad cambiando el bolso de mano o dándole vueltas a su anillo de compromiso. En realidad, todo en ella era comunicación en pantalla grande, hasta el final de sus días.
Pocas horas antes de su muerte, recibió la visita de la nueva primera ministra del Reino Unido, Liz Truss. Fue su última aparición con vida en el escenario de este planeta. Aquel día la Reina posó para la fotógrafa Jane Barlow, de Associated Press, la mejor agencia del mundo. La chimenea encendida de la última instantánea de The Queen simboliza bien el crepitar sereno de la comunicación profesional que necesita la buena fama, porque el poder manda, pero no compra ni el prestigio, ni el eco de la historia.
Más de 500.000 personas han hecho cola durante más de diez horas para velar sus restos mortales. Más de dos millones de ciudadanos han participado físicamente en el entorno del cortejo fúnebre. Los likes duran lo que duran. La auténtica buena fama, permanece.
Mientras la actualidad quema fácilmente los legados más intocables, quienes viven con las luces largas estudian, preparan y pilotan el camino de una sana reputación. Igual que gobernar con frivolidad es hacerse el harakiri, relevar la potencia de la comunicación es una imprudencia que se paga. Cada vez más. Isabel II lo tenía claro. Siendo una mujer nacida en 1926, treinta años antes de las primeras emisiones de televisión en España, sabía que la historia o la cuentas tú con entusiasmo, o la convierten en leyenda negra los hijos de las tinieblas.
  • Lucía Casanueva es socia fundadora de PROA Comunicación
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