Estúpidos y falsarios, 'morales' y 'sensibles': alcahuetes predilectos del totalitarismo
Nada mejor que un tonto para vender la estupidez como una benevolencia: la de disolver la responsabilidad en una masa compacta y dócil que acepta lo que de otra manera no hubiese aprobado, que se embarcan en opiniones y violencias que le hubiera repugnado
¿Qué ocurre cuando se encuentran dos ondas en el mismo medio?, se planteaba un texto de Cuaderno de Cultura Científica; que explicaba que el resultado de dos ondas se aproximan la una a la otra es, quizás, contraintuitivo: «las ondas se atraviesan la una a la otra sin sufrir modificación alguna»; esto es, «cada onda tiene el mismo aspecto que antes del mismo y sigue avanzando como antes», como por ejemplo ocurre con las ondas de sonido —alrededor de una mesa pueden mantenerse varias conversaciones al mismo tiempo sin que se distorsionen entre sí—.
Ahora, ¿qué ocurre cuando la estupidez —como fanatismo, necedad, aquiescencia, temor— se cruza con la realidad, con los hechos no trastocados por el interés o la torpeza? La realidad y sus hechos continúan inalterados, aunque la estulticia pretenda haber efectuado una modificación. Pero en este caso, la estupidez sí se modifica, nutrida por una dosis más de fabricación, obediencia e imbécil y falaz «consenso».
Por esto mismo, ningún otro elemento es tan imprescindible para crear una docilidad casi absoluta, creyente: acrítica, fascinada por la escenificación que se le presente como realidad, consagrada a la defensa y difusión del dogma que la sostiene. Y, acaso como ninguna otra característica, la estupidez puede impregnar a la audiencia en forma de ofrenda, de concesión: convertir al sujeto en un ser irresponsable; convertirlo en el material idóneo para decir, propagar y/o cometer los actos más brutales con la ilusión de que no solo son «correctos», sino «elevados»; y que no implican ningún tipo de consecuencias negativas en el individuo –ni psicológicas ni judiciales.
Pero la onda de la realidad, vale la pena recordarlo, permanece impávida, intocada por quienes persiguen un exorbitante beneficio incontestado, y por sus propagandistas: estúpidos con otras cualidades. Sujetos, estos, como apuntara Ernst Jünger (La emboscadura), habitualmente «impregnado[s] de teorías filantrópicas, pero que tiende[n] a recurrir a la violencia», la censura, la injuria, etc. —«tan pronto como los prójimos o los vecinos no encajan en su sistema». Unos sujetos que se sienten perseguidos en todo momento, u ofendidos; y que reclaman reparación, resarcimiento.
Si bien la realidad es la que es, el teólogo Dietrich Bonhoeffe, citado por José Alemany (Implicaciones recíprocas de realidad y verdad en la ética bonhoefferiana), remarcaba que «no se toma la realidad tal como es, … sino que se la toma como aquello que debería ser [acaso, sería más acertado decir lo que conviene que sea]... Donde esa metafísica de la realidad se une con la constatación de una necesidad política [ideológica] concreta, surge un pensamiento político-milenarista como el que caracteriza hoy a amplios sectores de la generación más joven». Y ello afecta a los seres. Vaya si los afecta.
En esto andan los correveidiles, voluntariosos o inconscientes, del actual totalitarismo a la pequinesa, putinesa, islamzista, o populista de cabotaje. Por eso mismo, mentira y censura son imprescindibles; porque, como decía Alemany, «tomar en serio la realidad es la actitud opuesta a los montajes ideológicos»; es decir, es presentarse sin los afeites de precisan de la demonización del «otro» para que las propias máculas (los objetivos) parezcan solo parte del diseño de un estampado.
De ahí que decir la verdad es, para Bonhoeffe, «el adecuado conocimiento y seria consideración de las circunstancias reales». Por tanto, postulaba Alemany, «existe, una correlación que coloca a la verdad en estrecha dependencia de la percepción de lo real: cuanto esta percepción sea más afinada y el sujeto más capaz de tomar en consideración todos los datos que le ofrece la realidad, tanto más cerca se hallará de una manifestación veraz». La mentira, entonces, más que crear una «realidad» conveniente, se dirige, mediante su repetición abrumadora, a diluir, devaluar la verdad: atrapada por el coágulo de fabricaciones, es como mucho, una «versión» más: todo, se pretende, es relativo, cuestión de puntos de vista, de víscera.
De forma que, siguiendo la ley de Gresham puede decirse que la mentira, la adulterada forma de pronunciar la realidad, termina por desplazar a la verdad. Ello porque, exponía Cheryl Boudreau (Gresham’s Law of Political Communication), «cuando dos fuentes de información envían mensajes contradictorios sobre la mejor opción para los sujetos, la información ‘mala’ [clickbait, desinformación, sensacionalismo, fuentes no confiables] parece expulsar la información ‘buena’, haciendo que los sujetos tomen peores decisiones». Cuando las «versiones» compiten por la atención, sus ondas no se comportan como aquellas que se mencionaban al principio. El resultado es que el conocimiento queda fuera de circulación.
Estúpidos y usufructuarios de esta estulticia siempre ha habido –la necedad es inherente a los humanos. Pero la tontería, con la consecuente suspensión del razonamiento crítico, independiente, se difunde hoy más rápida y acabadamente, como método para ‘interpretar’ la realidad, a través de redes en las que incautos y oportunistas se afanan por exhibirla, promocionarla y difundirla con celeridad. La necesidad de «enterarse» se ha unido a la de ser notado, evento que aumenta el contagio de la necedad manifestada como lo «urgente», lo «imperioso»: alzarse contra el «fascismo», la «injusticia»; o el mal que toque. En fin, que la abstracción y los símbolos con que, diciendo representar la realidad, la sustituyen, van configurando una cosmovisión psicótica: la insania en lugar de la razón, la indecencia como postulado moral. El silencio de los corderos entregado en bandeja a sátrapas locales, a aspirantes a regidores globales y a fanáticos oscurantistas.
Nada mejor que un tonto para vender la estupidez como una benevolencia: la de disolver la responsabilidad en una masa compacta y dócil que acepta lo que de otra manera no hubiese aprobado, que se embarcan en opiniones y violencias que le hubiera repugnado. La justificación, el «consenso», el «bien»: sustrato falaz que alimenta la militante, «informada», ignorancia.
«Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio». Carlo Cipolla, Las leyes fundamentales de la estupidez humana.
- Marcelo Wio es director asociado de CAMERA Español