Las derivas de la democracia y el Estado de derecho
La puntilla puede darla, por fin, la anunciada reforma que permita acceder a un gran número profesionales a la judicatura, sin mediar una oposición que, con todos sus defectos, contribuía a cumplir, en bastante medida, los principios de mérito y capacidad
Las fechas de significado histórico son hitos relevantes y de referencia, pero no reflejan el proceso determinante para que estos se produjesen. El verdadero historiador sabe que la Historia se desliza por rampas más o menos pendientes, pero casi nunca por grandes escalones, aunque a veces las guerras y las revoluciones los propicien. El Estado democrático, tras la Guerra Civil de España, tuvo formalmente su inicio con la Transición, pero hasta que en 1978 no se aprobó la Constitución tampoco puede decirse que, desde un punto de vista formal, fuese un Estado de derecho. Sin embargo, esas fechas fueron precedidas de una etapa del franquismo en el que la juridicidad, o sea el sometimiento de todos los órganos del Estado a las fuentes del derecho, se fue alcanzando paulatinamente. Como es sabido, las fuentes del derecho tradicionales son: la Ley —con la Constitución en su cúpula—, la Costumbre y las Principios Generales del Derecho. Respecto de estos últimos, a la doctrina jurisprudencial le corresponde el papel crucial de su enunciación y determinación objetiva. Aunque en el orden expuesto, para todos los que creemos que existen unas verdades morales y objetivas que deben informar la legislación positiva y todo el ordenamiento jurídico y que, para entendernos, podemos llamar tendencia a alcanzar un Estado Ético, lo verdaderamente difícil es ver a quién se confía la vigencia de esos valores. Porque, como ha recogido un jusnaturalista, el profesor Contreras: «Nada en el registro histórico inclina a pensar que los jueces sean más lúcidos en el descubrimiento de la verdad moral que los no jueces» (R.P. George). Pero antes de entrar en ese debate actual, conviene recordar cuál fue la rampa ascendente a la juridicidad a la que nos hemos referido.
La Revista de Administración Pública (RAP) fue fundada en 1950. Y por muchos fue considerada un punto de inflexión de la doctrina jurídica en el Estado nacido tras nuestra guerra civil. Muchas de las importantes leyes que a partir de esas fechas fueron aprobadas por las Cortes de entonces (tales como la Ley de Procedimiento Administrativo, de lo Contencioso-Administrativo, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas, del Suelo…), determinaron que, sin existir una verdadera Constitución, aquel Estado se encaminara, como antes dijimos, hacia el Estado de Derecho. Al poco tiempo de la fundación de la Revista de Administración Pública (RAP), en el último cuatrimestre de 1951, esta dedicó un número monográfico a los problemas del Estado de derecho, de imprescindible lectura para todos los constitucionalistas, con estudios de diez profesores y letrados del Consejo de Estado que, aunque con las cautelas propias del momento en que se produjeron, pusieron los mimbres doctrinales para el actual Estado de derecho. Basado en el equilibrio de poderes, cierto es que la forma de organización política que hoy conocemos, ha tenido constantes embates por la inmisión de unos poderes en otros, singularmente del ejecutivo en los otros dos, no solo por su prioridad temporal en la acción, sino también por la posibilidad de influir en la integración de los otros poderes. En la RAP citada, Garrido Falla decía: … «qué sentido tiene someter a la Administración a la ley allí donde el jefe supremo de la misma (o sea del poder ejecutivo) es simultáneamente el legislador». Cuando el poder legislativo, residido en las Cortes o en el Parlamento (según sus diversas denominaciones históricas) se integra de forma que no reflejan exactamente el deseo de la soberanía del pueblo, sino una artificiosa mayoría conseguida por el juego de los intereses de partido, o porque el jefe del Gobierno las mediatiza, la división de poderes hace aguas. Se podrá objetar que este efecto forma parte del juego democrático en determinadas circunstancias, pero también se puede pensar que el Estado de derecho va perdiendo el poder equilibrador que dio lugar a su origen.
En cuanto a la batalla entablada entre el poder ejecutivo y el judicial, los hechos actuales son tan conocidos que, basta recordar lo que supone que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que es un órgano cuya integración responde al espectro político del Parlamento, y que se ha configurado de la forma sabida, es el encargado de velar por la independencia de jueces y magistrados. Así mismo, dado lo que hemos dicho respecto de la mediatización del poder ejecutivo sobre el legislativo y sobre el CGPJ, y conociendo además el papel que juega en el nombramiento del Ministerio Fiscal, el panorama se ensombrece aún más. La puntilla puede darla, por fin, la anunciada reforma que permita acceder a un gran número profesionales a la judicatura, sin mediar una oposición que, con todos sus defectos, contribuía a cumplir, en bastante medida, los principios de mérito y capacidad.
Aunque la verdad moral, que debe presidir el ordenamiento jurídico, debe ser la aspiración de todos los poderes del Estado, cuando alguno de ellos no parece que la busquen, solo el restablecimiento del genuino equilibrio entre esos tres poderes puede contribuir a que esas dos palabras de orden que Von Mohl enlazó en 1832, permitan la subsistencia de un verdadero Estado social y democrático de Derecho, tal como se proclama en el artículo 1º de nuestra Constitución.
Federico Romero Hernández fue Secretario General del Ayuntamiento de Málaga y profesor titular de Derecho Administrativo de la UMA.