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TribunaMarcelo Wio

Mentira, el cemento desesperado de la perpetuación

Decir de un contrincante que es «facha», o «señoro» o cualquier lugar común del designado, «revela de forma ostensible algo profundo acerca de la esencia» del señalado —y, claro, de quien señala: «honroso», «moral», «progresista», «sensible», y el resto de tópicos benévolos

Actualizada 01:30

Cuando no hay ni disposición ni intención. No se puede —por la mediocre incapacidad, por chocar con los espurios intereses inmediatos. Porque no se quiere— porque choca con esos intereses personalísimos. Porque ni imaginación para hacer que se hace. Por falta de respeto al Estado, a sus votantes, a la oposición; a los ciudadanos en general, a la dignidad, al sentido común. En fin, cuando no sólo no se hace, sino que lo que se lleva a cabo es como una saña esperando a ejercer sus implicaciones, siempre puede emularse a los Maduro que abundan —aunque sea vestido de estadista mundial.

Cuando todo esto sucede, en resumen, indefectiblemente se rebaja la política a coto, a balance exclusivo y a denigración, la mentira no es sólo una decisión, sino una inexorabilidad: la relación entre lo que pretenden encarnar, o escenificar, y la realidad de sus ineptas acciones y sus consecuencias tajantes y tremendas.

Porque el embuste crea su propia «realidad» que, como un deslizamiento de tierra, se impone sobre la real. De hecho, Hannah Arendt (Lying in Politics: Reflections on The Pentagon Papers) decía precisamente que las mentiras suelen ser a menudo más verosímiles, o acaso más atractivas que la realidad, ya que «el embustero tiene la gran ventaja de saber de antemano lo que el público desea o espera oír. Ha preparado su historia para el consumo público con un cuidadoso ojo para hacerla creíble, mientras que la realidad tiene la desconcertante costumbre de enfrentarnos a lo inesperado para lo que no estábamos preparados». Y, claro, que la mentira elabora su contexto, su justificación y la lógica misma de su argumento.

Por lo demás, el demagogo, el que recurre a la falsificación como anclaje a su puesto, su privilegio e impunidad, tienen un amplio depósito de ejemplos o fórmulas a las que recurrir para aplicar el método: denigrar para deslegitimar al oponente, al crítico, de manera que no tenga espacio ni credibilidad para exponer los hechos; culpar a un «otro» conveniente, a una conspiración de adversarios; decir que lo que se dijo era una mera opinión, y qué meritorio cambiarla —mentir devenido en virtud.

Pero ese engaño no es una mera pronunciación: aspira a convertirse, como ya se ha mencionado, en la realidad que viva una muy buena parte de la ciudadanía. Esto es, en que sea el sustrato anímico y comunicativo que vincule a los sujetos: los códigos para interpretar los sucesos, para ubicarse en el mundo.

En resumen, la mentira no es sólo una artimaña para salir del paso, para perpetuarse en un cargo, sino para modificar cómo se comunican las personas y, sobre todo, para convertir a los votantes en creyentes, adeptos. Lo que ocurre porque el valor de la verdad, de los hechos, se degrada completamente. Es la voz del gobierno, del movimiento o del partido, la que, al pronunciar, decreta qué es verdad en ese momento, qué ocurrió y qué es mera «difamación».

Porque, después de todo, y siguiendo a Yuval Noah Harari (Nexus), quienes aspiran al control del poder, es decir, del centro del devenir —político, social, informativo—, pretenden que ese «otro» —contrincante, enemigo— adquiera una serie determinada de propiedades y caracteres 'intrínsecos': un «otro» definitivamente distinto y distante, amén de confundido, equivocado. Una perplejidad y un yerro connatural que es extensible a sus familiares, sus vínculos, en tanto y en cuanto no hagan una declaración pública de culpa, de vergüenza. En breve, decir de un contrincante que es «facha», o «señoro» o cualquier lugar común del designado, «revela de forma ostensible algo profundo acerca de la esencia» del señalado – y, claro, de quien señala: «honroso», «moral», «progresista», «sensible», y el resto de tópicos benévolos.

Así, el ciudadano ha de estar sumamente atento a estos vaivenes, porque, como decía Michel de Montaigne, mientras la verdad tiene una única cara, el engaño «tiene cien mil figuras y un campo indefinido»; de forma que lo que hoy era x, mañana puede ser y, pasado n, y el próximo mes x’. Si hoy un partido compañero de viaje poseía una biografía favorable, mañana habrá de ser suplantada por otra nociva y de carácter retro activo (Winston Smith —1984— a dos manos borrando-censurando y reescribiendo).

Por lo demás, de esta manera el embaucador gobierna, o ejerce su poder sobre la «realidad» que crea su exigencia, su utilidad. El impacto en la realidad se ve, pues, magnificado. Porque esta no sigue los caprichos guionados de quienes la niegan. Porque esta es la que afecta al «común de la gente», que, cuando acabe la jarana de cháchara y falta de escrúpulos, no cuenta ni con chalets, ni contactos con Venezuela ni colchones financieros que amortigüe la caída. Sólo ese puñado de mentiras, moralinas y rencores con los que no puede hacerse otra cosa que no sea volver a equivocarse. Sólo una cultura de la credulidad y el seguidismo.

Hay que repetir. Bildu es democracia. El Parlamento es un estorbo. Un apagón es una forma de unirnos como sociedad. La mentira es opinión. Igual en que en 1984. Que los mantras soviéticos. Que las parrafadas maduristas.

Ya decía, o así se le adjudicaba a Winston Churchill, que los bolcheviques rusos había descubierto que la mentira no es importante en tanto y en cuanto se la repitiera. «No tienen ninguna dificultad en contrarrestar un hecho con una mentira que, si se repite con la suficiente frecuencia y en voz suficientemente alta, llega a ser aceptada por el pueblo».

Los estafadores ideológico-político-emotivos actuales aplican el truco al pie de la letra. Es por ello que incesantemente se afanan por dominar a medios de comunicación y a sus profesionales, así como a personalidades de «la cultura». Repetir, sí, pero con un halo de legitimidad.

  • Marcelo Wio es director asociado de CAMERA Español
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