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TribunaMarcelo Wio

Suicidio colectivo

Hubo y hay suicidas que, si bien lo intentan, no llegan a recibirse de tales: el pulso hace que el disparo no dañe más que la estética; el amigo llega a tiempo para bajarlo del péndulo de soga y patadas...

La estupidez ha encontrado a lo largo de la historia diversas formas de presentarse si, no exactamente como su opuesto, sí con un aire de dignidad, de honorabilidad. En tanto y en cuanto estas manifestaciones fuesen meramente particulares, no pasaba de ser, como mucho, una performance que buscaba suplir a un ego menguado.

Pero con la introducción del constructo indentitario, algunas de sus manifestaciones, o de sus fórmulas, se han vuelto extremadamente peligrosas para la sociedad: de aquel «suicidado por la sociedad» de Artaud, se pasó a la «sociedad suicidada por el suicida, por el estulto, por el cínico y/o el calculador».

Porque el suicidio, que fue considerado de formas tan diversas según el momento y según la cultura -idealizado, incluso casi elevado a ingrediente noble, por los románticos- vuelve a aparecer en Occidente no como práctica individual, como producto eminentemente íntimo, sino como una imposición colectiva. Como tal, adquiere una configuración necesariamente distinta: la de las acciones y, sobre todo, las sumisiones que a largo o mediano plazo signifiquen la imposibilidad de llevar adelante el estilo de vida democrático, libre, que en el presente se disfruta; esto es, la muerte del individuo.

La soga, el revólver, el filo hoy está representado por la adopción desquiciada del relato, y los medios, de los ayatolás, el Partido Comunista chino, el bolivarianismo, putinismo y ese etcétera de totalitarismos que se viste de «justicia social» y «anticolonialismo». Mas, aunque no pueden evitar cubrir la desnudez elocuente de sus fines, son amplios los sectores occidentales – principalmente a la siniestra del espectro de la bobería, de la infamia – que se aferran a estos artilugios inmateriales, que tan brutalmente inciden sobre la materialidad de todos, con el afán de erigirse, iluminados, sobre pedestales morales, en beneficiarios inmediatos de las traiciones cotidianas que ciñen sobre toda la sociedad la amenaza de la consumación del acto.

El terror ha terminado por ganarse a esa parte de la sociedad: la ha convencido de que ella misma tiene que transformarse en el espejo que espante al resto de los ciudadanos, que los confunda con esa imagen falaz que los deforma hasta trasformar a su cultura primero en una duda, luego en una vergüenza y, finalmente, en algo que, por indefendible, hay que entregarle a los furiosos. Suicidio tras suicidio, se convence a una cultura de que debe acabar consigo misma o que, en su defecto, si le «falta la integridad, el valor», debe dejar que lo hagan otros.

Primero se entrega eso que llaman narrativa, y que no es otra cosa que la utilización de las palabras de manera abusiva, monopólica, para manejar –esto es, domesticar– la información, la realidad: uniformar la cosmovisión, el sentir: un organismo hecho de seres que asienten o callan. Luego, se entregan las calles, los espacios públicos, en nombre de lo que toque –el revival de la utopía socialista o el antisemitismo-; normalizando la coerción y el prejuicio como formas de hacer (usurpar) política. Mientras ello sucede, los farabutes y los inescrupulosos que dicen hacer, efectivamente, política por el bien común, corroen las instituciones y, herida fundamental, la verdad y el honor.

Las herramientas que se creían esgrimir como agentes facilitadores del suicidio ahora se despojan de esa ilusoria sujeción y se muestran como lo que son: ejecutoras. En las calles ondean, en grotescos jolgorios de imbecilidad, aversión y violencia, las banderas del régimen de Teherán, o de los cultos genocidas Hamás o Hizbulá. Parece que son los manifestantes las que las llevan, pero son esos símbolos los que los han conquistado, los dirigen, los suicidan ante una audiencia que, por otra parte, además de, con suerte, espantarse para volver la vista hacia otra parte, no hace mucho más que observar, que postularse como involuntario y silencioso «consenso».

Omar Youssef Souleimane, autor de Les Complices du mal -libro que la ultraizquierda francesa intentó prohibir- se atrevió a levantarle el vestido inexistente a la oscura realidad. Lo hizo en el mencionado texto y ante la Asamblea Nacional francesa: las conexiones entre miembros de La Francia Insumisa y asociaciones u organizaciones que apoyan el terrorismo islamista.

Unos meses antes, el informe Hermanos Musulmanes y el islam político radical en Francia encargado por el Gobierno francés documentaba «el preocupante aumento del islam político radical en Francia». Y señalaba que «la realidad de esta amenaza, aunque sea a largo plazo y no implique acciones violentas, supone un riesgo de daño para el tejido social y las instituciones republicanas... y, en términos más generales, para la cohesión nacional».

El informe estaba allí, pero no impidió para que ese mismo gobierno al reconocer un Estado palestino diera la impresión de dar su apoyo a la rama palestina de esa misma Hermandad que tanto le preocupaba: el culto genocida Hamás.

Hubo y hay suicidas que, si bien lo intentan, no llegan a recibirse de tales: el pulso hace que el disparo no dañe más que la estética; el amigo llega a tiempo para bajarlo del péndulo de soga y patadas, o el padre que le introduce los dedos en la garganta a tiempo para que vomite a la muerte. Esperemos llegue la razón, la coherencia, la valentía mínima para salvar a Occidente de tantos intentos por convertirse en lo que jura aborrecer tanto.

  • Marcelo Wio es director asociado de CAMERA Español
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