Fundado en 1910
TribunaFeliciano Correa

Ese sentir que todavía no tiene nombre

Mi generación se escapa del empadronamiento y los que quedan, los que quedamos, advertimos un murmullo insondable. A ese crujir del alma, al ver cómo se van para siempre quienes están alineados en nuestro propio calendario generacional, todavía ni los sociólogos, ni los psiquiatras han sabido ponerle nombre

He tenido que llegar a una cierta edad para que se despertara en mí un pálpito nuevo, alertándome de una forma de orfandad que nunca antes había sentido. Nuestra conciencia resulta ser un espacioso aeródromo donde, a lo largo de la vida, notamos aterrizar noticias con alma. El ruido de esos barruntos que nos llegan al posarse, acaba deambulando por las galerías interiores de nuestra mismidad.

Soy consciente de que traigo a las páginas de El Debate una cuestión sutil y escurridiza que se resiste en el momento de transmitirla con puntería con el fusil de las letras. Tal vez noviembre me lo sugiere, este mes de crisantemos, castañas asadas y responsos. Porque he visto desaparecer, en poco tiempo, a compañeros y conocidos de mi misma generación. Muchos. El bosque habitado por nosotros se va clareando y, en vez de permanecer las frondas clorofiladas regalando compañía y sombra, veo que en la arboleda proliferan muñones resecos, disipándose aquella espesura y la prestancia de antaño. Los nombres de los que ya no están se suben a la retentiva mental. Y ahí, como en un apeadero temporal, viven suspendidos hasta que nosotros partamos.

El dolor por la ausencia de los padres que no están, o por los hijos que demasiado pronto nos dejaron, se registran de manera bien sabida en el prontuario catalogado de los circuitos neuronales. Perder a una madre es constatar lo que presentíamos y nos escuece que se marche la casa que sirvió para hacernos ser. Perder a un hijo es quebrarse por la sinrazón. En ese escollo nos asalta una rebeldía imparable, inconsolable, porque una herencia creada para sobrevivirnos, nos precede en la escapada.

El pasado mes de abril nos dejaba Enrique Sánchez de León, ministro con Adolfo Suárez. Con él no pocos compartimos ilusiones y tareas. También se fue en abril Fernando Sánchez Dragó, uno de los pocos supervivientes de las revoluciones estudiantiles de 1956. Solo Ramón Tamames aguanta, del grupo de los que reciamente soportaron las detenciones por la Policía. Aquellos jóvenes que tan buenos discípulos y acompañantes fueron de Ortega en sus últimas horas y en el sepelio. Según el profesor José Luis Abellán, ese grupo protagonizó la primera crisis universitaria que se saldó con un tiro en la cabeza al estudiante Miguel Álvarez. Por las revueltas fueron destituidos los ministros Joaquín Ruíz Jiménez, de Educación, y Raimundo Fernández Cuesta, secretario general del Movimiento. Ahora todo parece quedar lejos, aunque al marcharse los conocidos y cercanos que de estas cosas saben, se renuevan en la retentiva trances y lugares. A usted, querido lector que se para en mis letras, otros nombres del cómputo de desaparecidos tal vez le digan poco. Yo los retengo sin remedio como parte contundente de mi propia biografía. Entre los que se han domiciliado en ese más allá tan ignorado, se inscribe Francisco Zambrano, médico, diputado nacional y premio español a su investigación en el mundo del flamenco. Y ya no está mi amigo Antonio Montero, arzobispo inteligente, compañero académico y autor de una tesis que debería ser materia imprescindible para los que con contumacia y tantas intenciones sectarias hurgan en la «Memoria democrática»: «Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939».

Cuando en el mes de agosto esbozaba estas letras, me llegó la noticia de que nos deja quién hizo vibrar nuestras mejores noches y llenó los ratos robados a la cancamurria para poner vino y rosas. Manuel de la Calva, y Ramón, que todavía nos queda, fueron cómplices y colegas en balcones y azoteas para poner acordes de fortaleza en el confinamiento.

En la aflicción por la poda de mi bosque, vive conmigo la lira creadora y excelsa de José Esteban Benítez. Y también la investigación histórica, exenta de improvisación, de Fernando Flores del Manzano. Sus ausencias me acarrearon esa desazón hueca, taladradora y sin nombre todavía, algo hongo y jondo incapaz de procesar la tragedia.

En la partida sin billetes de vuelta están los alcaldes Luis Movilla, Miguel Celdrán, José Luis Mariño, Manuel Calzado, Vicente Herrera… Cada cual con su dorsal político. Desde la atalaya de la propia supervivencia comprendemos que esa clase de viaje nos iguala a todos.

Hablo frecuentemente con otros que, quebrados ya por el dolor y los achaques, se emparejan conmigo en años, en generación y en los gozosos proyectos que diseñamos. Así mi querido Ángel Estévez que fue apuesto funcionario con responsabilidades notables. Hoy se sirve de un carrito para deambular y aliviar su columna ¡Parece otro! Es como si su tacatá fuera un disfraz válido para disimular lo que ha perdido y que se notara menos en lo que ha quedado.

El daño crónico de los que aguantan por aquí, los tengo presentes en los escaños de mi memoria. Cuando hablamos noto que saben, con su lucidez intacta todavía, que se encaminan a un viaje hacia lo ignorado. Los de mi generación se van. Y ese notar adentro solo lo he captado ahora, cuando me faltan tantos con los que soy coetáneo. Sin poderlo evitar, ese sentir inédito y sin denominación específica, yace anclado y dolido, transitando por el corredor de mis elucubraciones.

Mi generación se escapa del empadronamiento y los que quedan, los que quedamos, advertimos un murmullo insondable. A ese crujir del alma, al ver cómo se van para siempre quienes están alineados en nuestro propio calendario generacional, todavía ni los sociólogos, ni los psiquiatras, ni los gerontólogos han sabido ponerle nombre.

  • Feliciano Correa es doctor en Historia y académico de la Real Academia de Extremadura
comentarios

Más de Feliciano Correa

  • El olvido inminente

  • Últimas opiniones

    Más de Tribuna

    tracking

    Compartir

    Herramientas