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20 de abril de 2024

Perseo con la cabeza de Medusa

Perseo con la cabeza de MedusaPiqsels

Ni los dioses se libran de algunos errores en la divulgación histórica

Anotaciones, aclaraciones y fallos de interpretación detectados en el último libro de Néstor F. Marqués

En su poema Teichoscopia —dedicado a Carlos García Gual, tan excelente helenista como conferenciante y divulgador—, Luis Alberto de Cuenca mostraba al troyano Paris en la peluquería y al rey Príamo invitando a Helena a una copa. Este tipo de anacronismo deliberado —quizá el gran maestro fuese Pedro Muñoz Seca— funciona bien como recurso cómico en literatura, pero en el género histórico presenta problemas, si no se acompaña del debido contexto y de los suficientes matices. Algo así sucede en ciertos libros que triunfan en las librerías, como Calamares a la romana (Espasa, 2020), del afamado Emilio del Río, y en especial su capítulo «A quién le importa», en el que expresa su interpretación sobre cómo se consideraba la homosexualidad en la Antigua Roma, y la equipara con la que hoy se estima como correcta según los organismos oficiales. A lo cual añade que, tras el fin del Imperio occidental romano, hubo quince siglos de intolerancia en que se condenó como un pecado la homosexualidad. Se sobreentiende que el autor se refiere a la preeminencia de la moral cristiana durante un milenio y medio. Según Del Río, los tiempos modernos han superado esa época oscura y se han reencontrado con la luz de la Antigüedad, celebrando la diversidad afectiva y sexual.
El problema de la tesis de Emilio del Río es que las propias fuentes no pueden servir como base; más bien al contrario. La moral tradicional romana —sobre todo en hombres como Cicerón, Tácito o Suetonio— y la legislación latina repugnaban la homosexualidad y propugnaban como conducta ideal el matrimonio fiel y la castidad de la esposa. En sus Anotaciones personales (o Meditaciones), el emperador filósofo Marco Aurelio dedica algunas menciones al tema, y con esta misma actitud. Actitud que, ciertamente, no compartían algunas clases sociales o grupos específicos que sí estarían cerca del planteamiento que pretende bosquejar Del Río. Porque el mundo antiguo, en este y en otros aspectos, eran bastante plural y complejo.
Objeciones similares puede merecer el nuevo libro de Néstor F. Marqués, ¡Que los dioses nos ayuden! (Espasa, 2021). En la información facilitada por la editorial, se dice que Marqués es arqueólogo, pero no se especifican sus conocimientos de Filología o si dispone de un doctorado, al contrario que Emilio del Río. Lo cual no ha de servir como argumento para invalidar una tarea divulgadora o de investigación; Heinrich Schliemann, el descubridor de la Troya homérica, no pudo estudiar en la universidad hasta bien cumplidos los cuarenta años. En anteriores obras, Marqués había mostrado una sorprendente capacidad para incrustar datos minuciosos, aunque en algunos casos fueran falsos. Por ejemplo, en Un año en la antigua Roma (Espasa, 2018), asegura que el día 19 de marzo los maestros recibían su salario anual. Esta afirmación no se corresponde con la realidad —los maestros cobraban, por lo general, una vez al mes—, tal como se deduce de la lectura de las fuentes, empezando por Horacio, quien habla de pagos en los idus. Los maestros de escuela, en este y en otros sentidos, funcionaban igual que el resto de la población común, habituada a vivir al día. Es probable que el error de Marqué se deba a una mala lectura de un pasaje de Juvenal en se que habla de un aguinaldo en esas fechas, dentro de las fiestas en honor a Minerva. Sin embargo, lo más probable es que el aguinaldo lo destinaran los niños a ofrendas a la diosa.
Portada de la última obra de Néstor F. Marqués

Portada de la última obra de Néstor F. MarquésEspasa

Aclaraciones tras una lectura crítica

En ¡Que los dioses nos ayuden!, aparecen varios tipos de fallos. De una parte, especificaciones que parecen milimétricas, como cuando dice que a Octaviano Augusto lo llamaron Turino en su dies lustricus —es decir, la fecha en que se limpiaba al recién nacido de forma ritual, se le daba un nombre y se lo acogía en la familia. Aunque Suetonio informa de que el futuro emperador era un pequeñuelo cuando recibió el sobrenombre de Turino, lo que se deduce del pasaje es que el niño tenía quizá algunos meses. Precisamente en referencia al dies lustricus, Marqués no comenta que, en el caso de las niñas, la ceremonia se celebraba un día antes, y que, mediante este rito, el padre no recurría a su derecho de abandonar al bebé. Carencia similar se detecta en lo poco que habla del amuleto bulla que usaban los niños, así como de otros objetos similares, los llamados crepundia.
Por otra parte, el texto de Marqués adolece de una visión de sesgo muy suavizado cuando desmenuza en qué consistía la religión romana. Resulta evidente en su descripción de los sacrificios de animales. Una visión que casa poco con la crudeza general que puede notarse en un buen número de textos antiguos, en especial aquellos en que la violencia hiperbólica y la saña llegan a ser un motivo cómico. Como aseguraba T. P. Wiseman hace muchos años en un libro dedicado a Catulo y su época, el mundo romano se caracterizaba por una sensibilidad que, en no pocos casos, hoy provocaría arcadas. De ahí que la repentina delicadeza que Marcial expresa en sus poemas fúnebres a las niñas Eroción y Cánace —curiosamente, no aparecen en este libro— sorprenda y emocione a todos los filólogos. Sea como fuere, para comprender el ethos religioso romano, así como su dualidad entre patricios y plebeyos, sigue resultando de más utilidad la Historia de las religiones antiguas (Cátedra) que Jorge Martínez–Pinna publicó junto con José María Blázquez y Santiago Montero. Desde luego que, en lo tocante al suicidio en Roma, Martínez–Pinna y Marqués nos ofrecen dos interpretaciones casi opuestas.

Marqués no alude al profundo cambio de mentalidad que supone el concepto de Cristo resucitadoJosé María Sánchez Galera

Sin embargo, el último apartado de ¡Que los dioses nos ayuden! es el que contiene mayor número de errores. Tanto por aseveraciones contundentes y gratuitas como por ausencias. Por ejemplo, se adhiere a una corriente que sitúa la aparición de los evangelios dos o tres décadas después de la fecha más probable; a su vez hay que entender que los evangelios de Marcos y de Mateo se editaron a partir de textos parciales previos, detalle que Marqués no señala. Por otra parte, califica a Jesús de radical y beligerante contra el emperador, y sostiene que la religión cristiana es más un invento de Saulo de Tarso que una continuación apostólica de la predicación del Nazareno. Afirma que la lista de sucesores de Pedro —Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio…— es ficticia y sólo debe su existencia a un intento por fijar unos «orígenes legendarios». Aplaude medidas de represión contra los cristianos —como las que se implantaron en algunas escuelas—, y comenta que la contumacia cristiana en negar a los demás dioses sí que suponía verdadera intolerancia, pues quebraba el orden social y religioso.
Al aludir al judaísmo del siglo I, no menciona su diversidad, empezando por el llamativo fenómeno de Qumran. Mezcla, como si tuviesen algún parecido, los apócrifos cristianos —verbigracia, los evangelios de la infancia de María y de Jesús— con los gnósticos. En contra de lo que se lee repetidamente en los evangelios, dice que «la investigación actual» niega que Jesús de Nazareth se considerara el Hijo de Dios, y define al cristianismo con el tópico de «religión del libro», sin caer en la cuenta de la que Iglesia se considera una religión de Palabra Viva, que es Cristo resucitado. De hecho, Marqués no alude al profundo cambio de mentalidad que supone el concepto de Cristo resucitado y que resulta evidente en el enorme contraste entre las lápidas funerarias cristianas y las gentiles.
Aunque podrían comentarse más defectos del libro —¡cómo hablar del cristianismo de los siglos IV y V, omitiendo toda referencia a Prudencio, Ausonio o Paulino de Nola, o absteniéndose de recrear el complejo y variopinto ambiente en que vivieron Jerónimo o Agustín de Hipona!—, llama la atención la forma como el autor estipula que se ha producido una continuidad de lo romano dentro de lo cristiano. No lo hace al modo de Richard Jenkyns o Nigel G. Wilson, quienes hace décadas desmontaron el tópico de que el cristianismo supuso la ruina y pérdida de miles de valiosos textos antiguos —el yacimiento egipcio de Oxirrinco nos proporciona una perspectiva muy cabal sobre el tema. Marqués lo hace forzando sincretismos como el de afirmar que el genius de los romanos es el ángel custodio de los cristianos; podría serlo en un sentido de angelología comparada, pero no desde luego como un elemento que el cristianismo tomase de la religión tradicional romana. El libro veterotestamentario de Tobías habría sido una buena lectura para aclarar la cuestión; o el propio Nuevo Testamento.
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