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19 de abril de 2024

Armando Zerolo
cartas de la ribera

Crisma negro

Me resulta difícil hablar de la Navidad si no es sobre el fondo negro sobre el que se dibuja, porque no entiendo el misterio de la salvación si no comprendo de qué he sido salvado

Actualizada 05:07

Nunca me gustó la Navidad de luces en las calles, de Chenchos, Cortilandias y cotillones, y entiendo que ese estruendo pueda resonar en algunos como un ruido añadido al pesar cotidiano. Es muy triste alegrarse por obligación cuando no sabemos por qué. A la pena por la pérdida de alguien querido, la fatiga del trabajo y la sensación de no llegar a tiempo a nada, se suma la obligación de estar alegres, y eso es insoportable. No me cuesta nada compadecerme de aquel que pasea su tristeza bajo el cielo abovedado de bombillas.
Hay una anécdota del colegio que siempre me acompaña en estas fechas y la comparto aquí por su poder expresivo. En bachillerato teníamos una profesora de plástica, buena y sencilla, con gran talento creativo y una fe sincera, pero poco acostumbrada a los cambios de humor de los adolescentes. Nos mandó hacer un dibujo de Navidad. Unos hicieron un pesebre, otros la ciudad de Belén, un Papa Noel o un muñeco de nieve. Pero a uno se le ocurrió dibujar un abeto enorme que flotaba sobre la nada del espacio infinito, y estrangulaba la Tierra con sus raíces, que se clavaban sobre el globo terráqueo como garras de rapaz haciéndolo sangrar. La cara de terror de la profe la recordamos todos. Le puso un cero «porque aquello no era un dibujo de Navidad». Él respondió que para él sí lo era porque los adornos que se ponen en estas fechas añadían a su pesar el dolor de tener que ocultar a la fuerza su tristeza. Y tenía razón, porque el dolor no se soluciona ni «normalizándolo», ni «visibilizándolo», ni ignorándolo, y la fiesta cristiana nunca debería ser nada de eso.

El hombre contemporáneo no puede ahorrarse el recorrido de su experiencia a través de su desierto particular solo porque tenga la certeza de que por el camino lloverá maná

Me resulta difícil hablar de la Navidad si no es sobre el fondo negro sobre el que se dibuja, porque no entiendo el misterio de la salvación si no comprendo de qué he sido salvado. A veces parece que son los demás los que tienen que salvarse, porque resulta mucho más sencillo hablar de la necesidad de salvación de los otros que de la propia. Pero ocultando la necesidad, la mía, se difumina también la respuesta. El hombre contemporáneo no puede ahorrarse el recorrido de su experiencia a través de su desierto particular solo porque tenga la certeza de que por el camino lloverá maná y al final habrá un oasis donde saciar la sed. Erik Varden se lamenta de que «el discurso cristiano a menudo comienza desde el lado opuesto, desde la noción de trascendencia, olvidando que nociones como ‘gracia´, ‘pecado’, ‘redención’, incluso ‘Dios’, han llegado a ser en gran parte carentes de sentido para nuestro mundo, que los percibe como jeroglíficos de una etapa sobrepasada de la evolución cultural». Si el misterio de la salvación tiene un sentido, si no muere en el pasado, es porque es reconocible aquí y ahora.
El negro de aquel crisma de Adviento hoy cobra el sentido que entonces no supe ver. En lo negro, y no en el abeto, se encontraba el mensaje. No era lo negro lo que había que salvar, sino nuestra visión sobre lo oscuro.

El negro no es ausencia de luz, es el color que contiene todos los colores. El todo del que nacen las cosas

Al negro hay que volver, y eso entiendo que es el misterio de la Navidad: el camino de retorno a lo negro. Un negro más negro que la oscuridad, un negro que no es noche. Profundo detrás del fondo, al otro lado de la nada. Que no es la oscuridad, que es la base de todo lo demás. Un negro insondable, el suelo de una fosa abisal, la roca sobre la que apoyan las columnas del mundo. El negro no es ausencia de luz, es el color que contiene todos los colores. El todo del que nacen las cosas. Y solo sobre ese fondo, sobre el color imposible, podía brillar de verdad, en la noche, lo más pequeño e insignificante. El signo de la victoria tenía que ser lo mínimo sobre el máximo fondo. Y así fue, y sigue siendo, y lo seguirá siendo, porque hay un fondo tan profundo que fue antes del tiempo, tan denso que precedió el instante, tan sólido que soporta la historia. Era un negro lejano, sin volumen ni textura, que lo ocupaba todo. Tuvo la infinita caridad de hacerse visible, tocable, pequeño y, por eso, vulnerable. Se puso al alcance y se dejó perder al juego del «pilla-pilla» para que pudiésemos tocarlo. Pero ganar no es vencer, y cuando creímos haberlo agarrado, cuando su forma de luz y de color reposó en nuestras manos, entonces el brillo y el oropel se hicieron líquidos para escaparse entre los dedos y volver al negro infinito, para que siguiésemos creciendo, estirando nuestra piel y ensanchando nuestro límite.
Lo que brilla es por caridad hacia los que, entre tiempo y tiempo, en la tensión de la espera, necesitamos consuelo. Pero ni es el premio, ni es la razón, ni es el fin. En la calle de atrás, donde las luces ya no brillan, hay algo que se compadece de las sombras, que se hace más negro que la noche para que todo, hasta lo menos luminoso, recupere su luz y su esplendor para nosotros.
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