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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Ratzinger y el Dios de los filósofos

En la obra de Ratzinger todo viene asentarse sobre una pregunta griega a la espera de la respuesta que por ser verdad es Dios

Actualizada 10:48

En 1959, Joseph Ratzinger dicta su lección inaugural en Bonn: El Dios de la fe y el Dios de los filósofos. En torno al tópico del Pascal que contrapone el «Dios de Abraham, Isaac y Jacob», al Dios «de los filósofos y los sabios». En esa paradoja toma el joven profesor inspiración y título. ¿Bajo qué condiciones se asentaría un diálogo entre ambas teologías? La respuesta le aparece en lo común a Platón y San Pablo: la lengua griega.

Y a la traducción de los LXX apunta Ratzinger como lugar de encuentro: leer en griego el Antiguo Testamento marcaría el horizonte del Nuevo. Porque el griego al que la Escritura fue traducida no es cualquiera; es el griego de los filósofos, un griego platónico. Los LXX han traducido, pues, la Biblia en filosofía. El ejemplo que de ello da el joven profesor deslumbra: «La contraposición entre Dios de fe y Dios de filósofos, tal y como sale a la luz en el hecho del nombre de Dios, se aguza hasta tal extremo en el nombre central de Dios en la Biblia: Yahvé. La Biblia hebrea parafrasea y aclara este nombre con las palabras: 'aehjaeh asaer aehjae'. Yo soy el que soy; los LXX ponen, en lugar de la doble forma activa, en el segundo caso, el participio: Egó eimi o ón (Ex 3, 14); del yo soy se llega así al que es. Con lo cual se tomaba una decisión de imprevisible alcance, puesto que con esta traducción se proporcionaba un punto de partida decisivo para la síntesis de la imagen griega y bíblica de Dios… En una palabra: la problemática 'Dios de la fe y Dios de los filósofos' resume, entendida así, como en punto de ignición, la problemática entera de fundamentación de la teología, que en el cosmos de las disciplinas teológicas es la grave, a la par que bella, tarea del teólogo fundamental».

El 12 de septiembre de 2006, no el profesor Ratzinger, sino el Papa Benedicto XVI habla en Ratisbona. Vuelve sobre el mismo problema. Pero ahora el envite es otro. No académico sólo. Y lo mismo, significa ahora otra cosa: «La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda concordancia entre lo que es griego en el mejor sentido de la palabra y lo que es fe en Dios según la Biblia… En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad… Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento, realizada en Alejandría –la Biblia de los 'Setenta'–, es algo más que una simple traducción del texto hebreo… En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fundido con la fe, Manuel II podía decir: no actuar 'con el logos' es contrario a la naturaleza de Dios… Este acercamiento recíproco, que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego…, este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa...»

La trascendencia de ese discurso de 2006 sobrepasa de lejos la anécdota de las hostilidades musulmanas que puso en marcha. El discurso de Ratisbona no habla de conflicto entre islam y cristianismo: para que exista conflicto se requiere un territorio común que aquí no existe. Habla de conflicto entre cristianismo y politeísmo griego, esto es, entre cristianismo y filosofía: esas dos matrices de la razón europea. Un filósofo no tiene nada que debatir con un creyente islámico, le es tan ajeno como un echador de cartas; y tiene todo que discutir con un cristianismo con el cual comparte la lengua de Platón, que es la de los Setenta. Y, con ella, la problemática que toda lengua arrastra. El cristianismo es griego. Como la filosofía. El islam, no.

Y esa es la clave de un discurso de Ratisbona, que inaugura el diálogo serio entre Roma y los filósofos: ¿de qué estamos hablando cuando decimos razón? –De libertad. Lo que es lo mismo, de primacía ontológica de la interrogación sobre el relato, de la interpretación sobre la repetición literal. Hablar de «religiones del Libro» es hablar de nada. El libro –el que sea– puede ser pregunta abierta a quien lo lee; es lo que sucede con el Libro de la tradición talmúdica y con el de la cristiana; y esa interpretación, esa hermenéutica, tiene para nosotros, europeos, un subsuelo consagrado: Grecia. Y el libro –el que sea– puede, por el contrario, ser objeto cerrado, literalidad que en alta voz se recita; sin preguntas; respuesta a todo; objeto junto a Dios, que en nada admite ser cuestionado: tal, el Corán.

Biblia y Evangelios existen para ser leídos: para ser, pues, interpretados. Corán, para ser recitado. Leer es –desde el Fedro platónico– el primordial hallazgo griego: para el cual todo en los signos es juego; óptimo en su excelencia, pero juego. Heráclito lo quintaesencia en el aforismo que pone en la interpretación lo propio de la relación humana con tò theòn, con lo divino: «El señor que vaticina en Delfos no dice, no oculta, sino que da signos».

Y en la obra de Ratzinger –del joven profesor como del viejo Papa– todo viene asentarse sobre una pregunta griega a la espera de la respuesta que por ser verdad es Dios. O bien pregunta sin respuesta en la ontología que arranca de Parménides. Y ese dilema –al cual los griegos llamarían «trágico» por insoluble– es el territorio propio, que une y separa cristianismo y filosofía: lo finito que interpela al Infinito. Lo imposible en la lengua coránica.

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