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TRIBUNAGabriel Richi Alberti

Testigo de la alegría del Evangelio

Quien sabe que no es mejor que el otro y que tanto él como todos los otros son abrazados por la misericordia del Padre, no tiene miedo a salir al encuentro de cualquiera. A lo largo de todos estos años hemos visto cómo Francisco así lo ha hecho, sin desfallecer ni desconfiar

Actualizada 04:30

Si hay una pregunta permanentemente inevitable en la experiencia de los hombres es la pregunta suscitada por la muerte. Una pregunta que no se ahorra cuando quien muere es un cristiano y, por tanto, tampoco en el caso de la muerte del Papa. Es una pregunta a la que no podemos responder por nosotros mismos. Y, sin embargo, no vivimos ante ella sin respuesta. Al contrario, podemos decir –y con certeza– que vivimos con la conciencia tanto de la muerte como de su carácter penúltimo: no se nos ahorra su zarpazo, pero no nos define, no dice quiénes somos. La resurrección de Cristo o, por decirlo todavía más concretamente, la presencia de Cristo Resucitado que nos ha salido al encuentro históricamente a través de la vida nueva de la comunidad cristiana –una vida tan real como humanamente inexplicable– nos permite mirar de frente a la muerte. También a la muerte del Papa. Y hacerlo sabiendo que esa muerte no contradice el camino que la Iglesia, desde hace dos mil años, recorre junto con sus hermanos los hombres.

Precisamente por eso, detenernos un momento para identificar lo esencial de la herencia que nos ha dejado el papa Francisco no es, para los cristianos, ni un recuerdo, ni una crisis de nostalgia, ni un análisis histórico. Hacer memoria de lo que el Señor de la historia nos ha indicado con el pontificado de Francisco es, en cambio, volver a decidir por el seguimiento de Cristo Resucitado.

Ciertamente hay una palabra que atraviesa constantemente las enseñanzas del papa argentino: la alegría. Francisco ha sido el papa de la alegría del Evangelio (Evangelii gaudium), que no es otra que la alegría de la verdad (Veritatis gaudium). Una alegría que nace de la fe (Lumen fidei) y que nos invita a vivir gozosamente (Gaudete et exultate – Amoris laetitia) y con confianza (C’est la confiance), porque Cristo está vivo y presente en medio de nosotros (Christus vivit), y nos permite vivir en alabanza (Laudato si) y como hermanos (Fratelli tutti), amando como Cristo nos ha amado (Dilexit nos).

En su primera encíclica, Lumen fidei, afirmaba Francisco: «Quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su 'yo' se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida» (LF 39). Es posible reconocer en estas palabras el origen de la alegría, de la capacidad de encuentro con todos y sin exclusiones, y del ímpetu misionero que ha caracterizado el pontificado de Francisco: la fe, es decir, el encuentro con Cristo Resucitado, porque 'con Jesucristo siempre nace y renace la alegría'» (EG 1).

A menudo el Papa se ha definido, en estos años, como un «pecador perdonado». Esta es una expresión que, entiéndase bien, solo la puede pronunciar un cristiano. Solo quien ha sido encontrado y abrazado personalmente por Jesucristo resucitado deja de tener miedo a mirar su propio mal y, por tanto, reconoce con libertad su condición de pecador. Y lo hace, precisamente, gracias y a partir de la experiencia del perdón. El Año de la Misericordia, al que Francisco nos invitó retomando aquellas memorables palabas de san Agustín sobre el encuentro entre Cristo y la mujer adúltera (Misericordia et misera), ha sido una de las iniciativas más reveladoras de la entraña profunda del pontificado. Una misericordia que pone en camino, que reclama la conversión y que, por eso, llena de esperanza (Spes non confundit).

De esta misma conciencia de ser un «pecador perdonado», gracias a la misericordia que es Cristo mismo, nace la abolición de cualquier exclusión posible y, por tanto, la promoción constante de una cultura del encuentro. Quien sabe que no es mejor que el otro y que tanto él como todos los otros son abrazados por la misericordia del Padre, no tiene miedo a salir al encuentro de cualquiera. A lo largo de todos estos años hemos visto cómo Francisco así lo ha hecho, sin desfallecer ni desconfiar: ha salido al encuentro de todos y siempre. Suscitando, incluso, perplejidad: como hace dos mil años. Dejando incluso espacio a quien, en vez de encontrarse con él, ha abusado de su magnanimidad.

Francisco ha salido al encuentro de todos y siempre con un único deseo: comunicar a todos la alegría del Evangelio. Francisco ha sido un papa eminentemente misionero, en la más perfecta continuidad con el Vaticano II y los pontífices posconciliares. Efectivamente, la llamada a la conversión misionera de la Iglesia ha sido una constante en la enseñanza y en la guía pastoral del Papa a lo largo de todos los años de su pontificado. Una llamada que ha tenido como interlocutores a todos los cristianos de todos los estados de vida: laicos, consagrados, sacerdotes… todos nos hemos visto interpelar por la urgencia con la que el Papa nos ha llamado a la misión. Una llamada, además, que ha buscado superar con decisión la rutina del «siempre se ha hecho así», de manera que todas las actividades e iniciativas eclesiales encontrasen en la misión el criterio para una adecuada reforma y relanzamiento. Porque la reforma que nos ha propuesto Francisco nace de la misión y tiene como finalidad la misión: el anuncio de la alegría del Evangelio. Este ha sido el camino de la Iglesia sinodal propuesto por Francisco.

«En aquella hora, Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: 'Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños'» (Lc 10,21). No sería de extrañar que estas palabras evangélicas hubiesen resonado en el cielo ante la muerte del Papa. Gracias, Santo Padre.

  • Gabriel Richi Alberti es profesor de la facultad de Teología de la Universidad Eclesiástica San Dámaso
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