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TribunaRoberto Esteban Duque

El desafío de elegir al sucesor de Pedro

El cónclave que ahora empieza, como todos los aspectos de la vida de la Iglesia, tiene un elemento humano. Pero no es reducible al elemento humano. La Iglesia no es una religión civil en absoluto, como pretenden quienes ven en ella una sociedad política o una mera sociedad secular

Act. 07 may. 2025 - 13:54

Adaptada de la novela homónima de Robert Harris de 2016, la película Cónclave enfatiza una de las mayores controversias dentro de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II: la relación entre «la Iglesia y el mundo». Según la constitución pastoral Gaudium et spes, la Iglesia tiene el deber de examinar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio. Al hacerlo, el cristiano trata de hablar «en un lenguaje inteligible para cada generación» con el fin de responder a «las preguntas perennes». La película es elogiable si consideramos la llamada apremiante a una mayordomía espiritual caracterizada por la humildad, la mansedumbre e incluso curiosamente la duda.

Sin embargo, termina traicionando lo mejor de ella: la esperanza de algo más allá del pecado y el conflicto. El obispo Robert Barron la describió como «una película sobre la Iglesia católica que podría haber sido escrita por el consejo editorial del New York Times». Cónclave ve en la Iglesia un lugar donde poder triunfar, contempla una especie de visión política y dominio terrenal. Confunde así las implicaciones sociales y políticas de la Iglesia con una naturaleza totalmente política y social, valorando una agenda política gastada, maquinando entre las opuestas facciones para asegurar el Papa más adecuado a sus intereses. Si bien la película se centra ostensiblemente en la elección de un Papa por parte del Colegio Cardenalicio, en última instancia pide a los espectadores de la película que elijan un programa político en particular.

El cónclave que ahora empieza, como todos los aspectos de la vida de la Iglesia, tiene un elemento humano. Pero no es reducible al elemento humano. La Iglesia no es una religión civil en absoluto, como pretenden quienes ven en ella una sociedad política o una mera sociedad secular. No existe para servir a ningún programa político. Hay quienes piensan que una identidad cultural o religiosa clara y arraigada limita nuestra capacidad de apertura hacia los que no son como nosotros. Según esta forma de pensar, ser acogedor y hospitalario sería minimizar nuestras convicciones; la apertura y el diálogo, la «cultura del encuentro» se produciría pagando un elevado precio: a costa de una identidad cristiana fuerte. En tal caso, el Papa Francisco habría abandonado el Evangelio en favor de un humanismo secular con ornatos religiosos. Lo cierto es que cuando Madre Teresa llega a Calcuta no lo hizo porque los niños necesitaran una educación, sino por caridad; no les enseñaba porque fueran católicos, sino porque era católica.

Si uno entiende el desafío de elegir al sucesor de Pedro como confrontación, divide a las personas en atacantes y defensores. Francamente, esto parece ser una visión tóxica que solo profundiza la división y aleja a la Iglesia de ser el sacramento de la salvación para todo el mundo. Al ver a la Iglesia como un edificio que uno puede poner bajo asedio o defender en la batalla, uno la convierte en un objeto mundano que crea desarmonía en lugar de unidad. Superar esta comprensión polarizadora del «desafío» será muy probablemente una tarea crucial de la Iglesia sinodal del futuro.

La «narrativa dominante» durante este interregno es el carácter impredecible de la identidad del sucesor de Pedro. Pero no nos engañemos. Si resulta lógico ignorar su identidad, el Papa Francisco ha dejado su impronta en el gobierno de la Iglesia, con sus puntos fuertes y débiles, que ahora los cardenales sabrán valorar para discernir el futuro más inmediato de la Iglesia. Para una correcta ponderación, no es conveniente el análisis superficial de considerar unos aspectos olvidando otros, sino «examinar todo y quedarse con lo bueno». Una eclesiología realista toma en serio los fracasos de todos los miembros de la Iglesia, incluidos los papas, y señala la santidad de Cristo. En Teresa de Lisieux, la Providencia nos ha mostrado que las tensiones particulares de nuestro tiempo requieren un tipo diferente de médico: alguien que haya soportado las dificultades de nuestra época y sepa llamar a la misericordia divina a nuestras condiciones actuales. La sabiduría de la Iglesia y la asistencia del Espíritu Santo, de cuya acción depende absolutamente, nos darán en cada momento lo que los católicos necesitamos.

San Agustín, y después de él san Gregorio Magno, dieron gran peso a una frase del libro de Job, que en la traducción latina antigua que precedió a la Vulgata decía que toda la vida temporal del hombre es una tentación, una prueba. No se dice que la vida humana tenga ni presente pruebas, sino que sea una prueba. El filósofo Jules Lequier escribe estas palabras en mayúsculas: «Tu nombre es: Lo que fuiste en la prueba».

En el cónclave, la Iglesia se pone a prueba y se revela a sí misma ante la elección de un nuevo Papa, se interroga a sí misma no de palabra, sino de hecho (non verbo, sed experimento), decidiendo y convirtiéndose en lo que quiere ser. El Señor no depende de sus mensajeros para su obra, aunque obra a través de sus mensajeros para cumplir su voluntad. La Iglesia no es una mera institución, como señala el talentoso teólogo alemán Georg Feuerer, ni una entidad burocrática, interesada sólo en producir documentos o rúbricas que rijan la vida de sus miembros. La Iglesia ni siquiera es reducible a las luchas políticas internas de los obispos y cardenales, sino «el gran sacramento de la salvación para toda la humanidad». La Iglesia es el camino hacia la perfección espiritual, y puesto que todos los seres humanos son imperfectos, ella es el camino universal hacia la salvación. Sin embargo, a causa de la imperfección de sus miembros humanos, la Iglesia «debe estar en constante revolución, ya que el ideal de perfección exige siempre una reconsideración y una conversión». Toca en todo tiempo, y en la hora de la prueba con más intensidad, orar, pero no para no tener luchas, sino para recibir ayuda en las luchas.

Roberto Esteban Duque es sacerdote

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