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Cinco objeciones de un cura a la «resignificación» del Valle de los Caídos

En aras de la caridad, los cristianos no deberíamos dejarnos pisar de esta manera. No es solo una cuestión de dignidad. Cuando dejamos que nos pisen, hacemos peores a nuestros agresores

Hemos tenido noticia de la reciente selección del proyecto con el que el Gobierno actual de España pretende intervenir en el Valle de los Caídos, de cara a su resignificación. Según se ha difundido, tal proyecto contempla la construcción de un museo subterráneo en la explanada de la basílica, conectado a esta mediante una gran escalinata que anularía el acceso actual. Entendemos así que el grueso de las obras se realizaría fuera del recinto de la basílica, si bien el acceso a ella quedaría en adelante en manos del museo.

Siendo este el proyecto, y dada la determinación del Gobierno por llevarlo a cabo, veo que no faltan hermanos en la Iglesia, para quienes esta intervención no supondría una alteración esencial de la basílica. Según ellos, la cantidad de superficie afectada va a ser pequeña en relación al total, y todo apunta a que la celebración de la eucaristía va a seguir siendo posible. Parecen entender así que dicho proyecto estaría garantizando unas condiciones mínimas en el uso del templo, por lo que los cristianos deberíamos sentirnos conformes. A estos hermanos de espíritu conciliador, sin embargo, me gustaría hacerles ver lo siguiente:

Primero: Los objetos destinados a la liturgia no son susceptibles de ser resignificados, si queremos que sigan siendo tales, pues su aptitud para el uso sagrado queda comprometida cuando expresan valores contrarios o extraños al mismo. Esto es lo que sucede, por ejemplo, cuando se emplea un cáliz en un banquete profano. Sucede que este cáliz queda resignificado como mero contenedor de líquidos, de manera que la Sangre del Señor queda equiparada a cualquier otra bebida. Sucede algo ofensivo contra la dignidad de la Eucaristía y se transmite además una idea equivocada de su naturaleza excepcional. Algo parecido ocurre cuando se toma como cáliz un simple vaso de cartón. Ocurre que ese vaso, que asociamos al consumo de refrescos, contradice la calidad infinita de su contenido. También en este caso se da violencia contra la Sangre del Señor, que merece el más noble de los vasos, y una pedagogía confusa sobre su precioso valor.

Vemos, pues, que hay un nexo profundo en los objetos litúrgicos entre lo que son y lo que significan: Un cáliz debe parecer que lo es y no debe emplearse de manera que parezca otra cosa. Por esta razón, la Iglesia vigila que todo lo relacionado con el culto posea la dignidad adecuada y exprese el valor de aquello a lo que sirve; y lo bendice además mediante una ceremonia de consagración que lo aparta de cualquier uso profano. Cuando no se respeta el sentido de la consagración, hablamos de «profanación», que puede traducirse como violencia contra las cosas sagradas.

Segundo: Una iglesia, cualquiera que sea su categoría, no es en realidad más que un inmenso objeto litúrgico. Y, dada su trascendencia para la vida de la Iglesia, las condiciones que se exigen a cualquier objeto mueble se le aplican con la mayor exigencia. Con esta intención, la consagración de una iglesia se realiza en una ceremonia específica de la mayor solemnidad, conocida como «dedicación», reservada al obispo. A partir de entonces, deben evitarse utilizaciones que deformen su comprensión como edificio sagrado, que induzcan a pensar que el uso sagrado es uno más posible entre otros, al mismo nivel que ellos.

En el caso que nos ocupa, las cosas van más lejos, dado que el monopolio del acceso a la basílica por el museo supone convertir esta en una pieza más de su colección, vertiendo además sobre ella todo el significado negativo de lo que se pretende criticar. Para el visitante, entonces ese edificio no va a ser otra cosa que el testimonio de una época oscura de nuestra historia. Y la celebración de la Eucaristía en ese marco tenebroso, en consecuencia, va a ser percibida como una práctica teñida de culpabilidad. El más precioso de nuestros bienes, en efecto, va a quedar resignificado como un mal. Por eso, en mi opinión, en esas condiciones, no debería celebrarse.

Tercero: Una iglesia, además, es un organismo unitario, en el que sus partes están armónicamente relacionadas, de manera que no cabe actuar en una parte sin que eso afecte al conjunto. De manera especial, en el plano del significado. En lo que toca a las puertas, más allá de su valor funcional, estas poseen un contenido simbólico de primer orden, relacionado con el simbolismo general del edificio. Representan nada menos que a Jesucristo, quien se presenta a Sí mismo como la Puerta, con mayúscula. Como una puerta absoluta para el Reino de los cielos, que excluye todo acceso alternativo, y ante la que solo cabe situarse con humildad y rectitud de intenciones.

Por eso, a una iglesia solo se puede entrar con la debida reverencia y por una verdadera puerta, y no, como en el caso que nos ocupa, por una grieta en el suelo. Y que me perdonen si digo que, desde el imaginario tradicional de la Iglesia, tal conexión con las entrañas de la tierra solo sugiere el asalto de las fuerzas del Inframundo, burlando las murallas de la Ciudad Celeste.

Cuarto: El respeto a la arquitectura sagrada no es una cuestión menor, reservada a liturgistas quisquillosos. Y en este sentido, viene a cuento recordar la actitud mostrada por Jesús en el episodio de la purificación del Templo, al parecer, resignificado por la presencia masiva de mercaderes en su explanada, precisamente delante de sus puertas. Parece que, para el Maestro, tal invasión deformaba la comprensión del venerable edificio, y afectaba por ello a lo profundo de su ser. Suponía, según sus palabras, la transformación de la casa de su Padre en una cueva de bandidos, lo que inhabilitaba aquella casa como lugar de oración para todos los pueblos. Y ya conocemos el grado de dureza que llegó a mostrar para restituir el edificio a su significado original, sin parangón en el resto de la historia evangélica. Cabría, sin embargo, preguntarse hasta dónde hubiese llegado Jesús, de haber encontrado a los mercaderes invadiendo con sus puestos el interior del edificio.

Y quinto, lo que tantos han señalado en los últimos meses: La pretendida resignificación no solo violenta un espacio que los cristianos consideramos sagrado, sino que reaviva además un enfrentamiento que la mayoría de los españoles queremos dejar atrás. Porque, en efecto, aun de manera difusa, sigue habiendo dos Españas, herederas de las que se enfrentaron en la Guerra Civil, y resulta que cada una tiene su versión de los hechos. Y ocurre que, cuando una trata de imponer su relato a la otra, obliga a esta a defenderse.

Lo prudente entonces sería procurar que esta «guerra sobre la guerra» no se extendiera más allá del ámbito académico, pero ya vemos que no es esa la intención de nuestro Gobierno. El museo que pretende instalar en el Valle supone una abierta toma de partido, y la decisión de usarlo como puerta de la basílica no significa otra cosa que su deseo de humillar a los que considera sus enemigos. Recuerda al famoso yugo de las Horcas Caudinas, levantado por aquellos samnitas, enemigos de los romanos, con el único fin de humillarlos tras su derrota. Cabe suponer que tal arbitrariedad añadida no ayudó mucho a conseguir una paz duradera.

En resumen, a mis hermanos en Cristo quisiera hacerles ver que el proyecto de resignificación supone una profanación en toda regla de la basílica, con independencia de los metros de superficie profanada, que violenta especialmente el significado cristiano de sus puertas e impone un trato vejatorio a los visitantes, obligándoles a recibir una pedagogía tan discutible como no deseada. Por lo demás, creo que, en aras de la tan deseada reconciliación, deberían ser retirados los símbolos del régimen anterior que aún subsistan, para que el protagonismo de la Cruz sea de verdad indiscutible. Para que todos los españoles, creyentes o no, podamos reconocer en ella el más universal de los símbolos de paz. Pero creo también que, en aras de la caridad, los cristianos no deberíamos dejarnos pisar de esta manera. No es solo una cuestión de dignidad. Cuando dejamos que nos pisen, hacemos peores a nuestros agresores.

  • Arturo Portabales es sacerdote de la Archidiócesis de Madrid
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