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26 de abril de 2024

EL PERFIL DE LOS LIRIOSAlmudena Molina

Exigencias para un alma intelectual

Por fortuna, la intelectualidad no sabe de encorsetamientos, y las gafas de pasta, las conversaciones ardientes al fulgor de la ginebra o la nostalgia desenmascarada no sirven de nada

Actualizada 09:28

De la misma manera que el veganismo plantea sus exigencias dietéticas –no habrá pavo por acción de gracias– o que ser un ferviente musulmán implica cada día cinco piadosas miradas a La Meca, ser intelectual tiene sus requisitos.
Para ser intelectual, lo primero, hay que hacerse con unas gafas resultonas. Da igual si uno no las necesita, por consenso se sabe que unas gafas de pasta –ahora también se llevan metálicas y redondas– son siempre el complemento perfecto. Si, aun así, el intelectual se resiste, la falta de las lentes podría paliarse con la Fenomenología del espíritu de Hegel bajo el brazo. Si no está para engorrosos razonamientos, El libro de las alucinaciones de José Hierro también surtirá efecto. No es verdadero el intelectual que desprecie la filosofía y la poesía al mismo tiempo.
Lo dicho, el atuendo es imprescindible. Y aquí cada uno puede portar sus variaciones. Pintalabios estridente, barba destartalada o algún que otro manuscrito lírico. El intelectual tendrá que encontrar aquello que lo haga único e individual.
Pero el intelectual, que sabe trascender lo material, es consciente de que no le vale solo con una impostura hueca, eso es si acaso de hipsters. El intelectual probará la veracidad de su indumentaria través de una conversación épica acompañada por un gin-tonic, también épico: que si los prejuicios gadamerianos, que si los sonetos borgianos, que si el gato de Schrödinger. Un intelectual tiene que estar a la altura de cualquier conversación, da igual si versa sobre aritmética, los nuevos historicismos o la New Age como una espiritualidad sin Dios y sin religión. Y si el terreno es totalmente desconocido, el intelectual no debiera preocuparse, es en ese momento donde se pondrá a prueba su capacidad de reconducir el pulso dialéctico a aguas más transitadas.
Es preciso reconocer que, del mismo modo que el ente se dice de muchas maneras, la intelectualidad –por fortuna– se predica también de manera diversa. Y por eso, no ha de extrañarnos que haya nostálgicos que prefieran recogerse entre fósiles y reliquias del mundo antiguo. Otros, por otra parte, acampan en los laboratorios o en la bibliotecas, y no hay quien los saque, ni siquiera para un par de birras.
Ojo también con aquellos que se dicen intelectuales por cursar u ostentar un doctorado. Que puede coincidir, pero no es lo mismo. Ser intelectual, en todo caso, es una actitud vital, una mirada inteligente –para la sensibilidad tenemos a los artistas y poetas– a la realidad.
No nos olvidemos, si antes hablábamos del intelectual aferrado al pasado, también subsiste, de manera distinta, el modernillas. Ese que sí o sí tiene que defender a muerte a Rosalía (gracias a Dios, por fin alguien le planta una copla a estos post-millennials), ese que solo se deja seducir por el arte que es performance, ese que es rematadamente posmoderno con aspiraciones escolásticas.
Por fortuna, la intelectualidad no sabe de encorsetamientos, y las gafas de pasta, las conversaciones ardientes al fulgor de la ginebra o la nostalgia desenmascarada no sirven de nada. Como tampoco sirve de nada el éxtasis del saber aprendido entre el polvo de los libros. Hoy en día, hay que tener ganas de ser intelectual. Como los artistas, los intelectuales sin gallinas de huevos de oro bajo la repisa, que por lo general son la mayoría, viven con lo puesto, sobreviven a las embestidas de la tecnocracia pragmatista.
Por eso, al intelectual, si va a vivir del goce sapiencial, más le vale saber escuchar. Es difícil aprender algo nuevo desde la arrogancia de quien se da por satisfecho con el propio conocimiento. Si algo necesita el intelectual, un imprescindible mucho más importante que el atuendo, una condición sine qua non, es saber que el otro, ya sea Agustín de Hipona, Friedrich Nietzsche, el amigo pudiente o la autobusera del veinte, ya sea en la perdurabilidad de los escritos o en la intensidad de lo vivo, es un don, ocasión de encuentro, oportunidad para desestrechar los horizontes internos.
Ser intelectual –con gafas o sin ellas, con nostalgia o desde el posmodernismo más apasionado– es acoger la palabra ajena, vivir endeudado con aquellos que sin pretensiones o delirios de grandeza sembraron la tierra.
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