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18 de abril de 2024

El perfil de los liriosAlmudena Molina

El rabino gay y la encarnación de Dios

A veces se nos ocurre pensar que si Dios es inmensamente bueno, no puede de ninguna manera permitir el sufrimiento del justo

Actualizada 16:25

A veces, casi sin darnos cuenta, menospreciamos la bondad y la justicia divinas. A veces, se nos ocurre pensar que si Dios es inmensamente bueno no puede de ninguna manera permitir el sufrimiento del justo. Y este universal, que cada uno lo traduzca como buenamente pueda: una enfermedad repentina, un bache matrimonial, cierta pretensión sexual, la encarcelación del inocente, una pobreza sobrevenida, etc.. Está claro que cada uno tiene sus cuitas y sus batallitas, algunas realmente meritorias -reconozcámoslo, hay ciertos desenlaces adversos que nos los ganamos a pulso y con trofeo- y otras más incomprensibles y misteriosas.
A veces, por no querer aceptar la realidad hiriente, nos convertimos en fervorosos defensores de la teoría de la retribución o, en un deje relativista, ejercemos para con nosotros una poca consecuente permisión que no hace sino acrecentar el dolor ardiente. Y así, en vez de afrontar la realidad más certera, nos damos a la falsa compasión de la evasión, a las noches de desenfreno o a la adulación de los que desenraizados ven todo como bueno. En otras palabras, el alejamiento de lo real viene acompañado de la degustación de lo superfluo, ya sea en un plano teórico -con falsos razonamientos- o vivencial, que implica a fin de cuentas instalarse en no se sabe muy bien qué castillo imaginario, en la frustración de la realidad y el deseo.
Este tipo de razonamientos que tienden a transformar el sufrimiento humano en una permisividad insincera y banal se los escuché hace poco al primer rabino ortodoxo declarado gay. Decía el rabí que si Dios es bueno y justo, es menester que la Torá, la ley de Dios, tan severa en materia de homosexualidad, tenga una interpretación inexacta y transigente, puesto que aceptar la norma en su exigencia originaria conllevaría una carga colosal.
No obstante, ¿ quiénes somos nosotros para cercar los atributos divinos de la justicia y la bondad según nuestros criterios reduccionistas? ¿No es acaso un tanto osado y soberbio imponerle a Dios lo que a nosotros nos parece bueno? ¿No es mejor dejarnos arrebatar por su misterio, aunque sea el dolor –¡bendito dolor!– el que corone los encuentros?
¿Quién, en cambio, está dispuesto a sufrir la crueldad de los rostros deshumanizados, al despojamiento de los ropajes, a la fría condena de los que antes ensalzaban? ¿Quién está dispuesto a ser abandonado por los más amigos, a la soledad postrera, a perdonar de corazón todas las ofensas? Si la bienaventuranza es fruto de un camino de sufrimiento, lo que es bueno no puede oponerse a la aflicción, por mucho presupuesto hedonista en el que nos refugiemos. Si la bienaventuranza es fruto de un camino de sufrimiento, habrá que aprender a andar sobre clavos ardientes y adentrarse en la noche oscura, habrá que dejarse acompañar por quien sufrió en su cuerpo todos los dolores de la humanidad.
Y aquí, volviendo al rabino, hay que reconocérselo, los judíos, de quienes san Juan Pablo II dijo que en cierto sentido son nuestros hermanos mayores, no lo tienen tan fácil; no tienen al Verbo encarnado amando hasta el extremo, entregando la vida, no tienen una cruz a la que agarrarse cuando irrumpen las tempestades.
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