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06 de mayo de 2024

Ángel Barahona

El miedo a la muerte y los millonarios inmortales

El malestar de los seres humanos, a pesar de la variedad de matices que presentan, tiene que ver con problemas filosóficos y teológicos: quién soy, para qué vivo, qué sentido tiene mi vida

Actualizada 04:30

En el balance de la situación actual nos encontramos con una infinidad de problemas de salud mental: anorexia, bulimias, tendencias y consumaciones suicidas, depresión, autolesiones, ansiedad, psicosis, comportamientos de riesgo, disforias sexuales, problemas de identidad, TDAH. Y salud mental colectiva: guerras, masas enloquecidas, violencia callejera gratuita, movimientos victimistas que imitan estilos fascistas, etc., para los que la psicología y la ciencia no tienen más respuesta que soluciones farmacológico-químicas que agrandan el problema o lo aplazan, o sistemas de autoayuda que fracasan por la falta de voluntad, de carácter o de dirección. ¿Ayuda, para qué? ¿dejar de engordar? ¿ser más sostenibles y saludables? Básicamente, el malestar de los seres humanos, a pesar de la variedad de matices que presentan, tiene que ver con problemas filosóficos y teológicos: quién soy, para qué vivo, qué sentido tiene mi vida. Todos ellos resumidos en: ¿hay algo más allá de la muerte o todo queda resuelto en un montón de cenizas?
La cultura actual no está poniendo sus fundamentos tanto sobre el ateísmo –que avanza como la lava arrasando todo pensamiento posible y aniquilando toda posibilidad de debate– como sobre el egoteísmo. Ya se ha asumido que nada tiene sentido, que a lo sumo se trata de sentidos efímeros, parciales, estímulos para los sentidos, puramente subjetivos.
Estamos solos. Somos aprendices de dioses que se conceden todo tipo de placeres. Pequeños diosecillos creadores de la nada de cosas abocadas a la nada. Como el aprendiz de brujo hemos quedado prisioneros de un hechizo del que no sabemos revertir: el príncipe sobre la tierra que estábamos llamados a ser será para siempre una rana. La creación de nuestro mundo y de nuestro propio yo no es gloriosa, más bien patética, incluyendo algunos casos de empresarios millonarios que utilizan parte de su riqueza para luchar pírricamente contra el envejecimiento. Toman suplementos dietéticos (no hay ni un solo periódico que no nos someta a la horrorosa y obsesiva sensación de que nos alimentamos mal y que para alargar o dar calidad a nuestra vida debemos cambiar los hábitos alimenticios); siguen austeras rutinas de ejercicio e invierten millones en investigación sobre longevidad. Business Insider ha elaborado una lista de 14 empresarios: Jeff Bezos, Jack Dorsey, Bryan Johnson; que se transfieren plasma sanguíneo de su hijo para mantenerse joven; Don Laughlin con la criogenización; David Murdock, el vegetariano; John Sperling, por el temor a la muerte fundó el Kronos Longevity Research Institute; Dmitry Itskov, que va en en búsqueda de un avatar, dueño de New Media Stars, que quiere ser el pionero en dar el siguiente paso en la evolución humana: «la inmortalidad cibernética en un cuerpo artificial», con lo que espera transferir el pensamiento y la conciencia humana a un cerebro sintético.
Todos tratan de inmortalizarse siguiendo la estela de los viejos mitos griegos. Pero los humildes mortales no estamos muy lejos de estos nuevos diosecillos. El resto nos conformamos con construir en nuestros pequeños y penosos universos privados algún tipo de cabaña o refugio individual contra la intemperie: en nuestra precaria situación aspiramos a ser originales construyendo nuestro cuerpo, autolesionándonos, cambiando de identidad modificada quirúrgicamente, el que puede trans-formar su cuerpo; otros se tatúan para darle a su piel una singularidad irrepetible, otros se disfrazan de cualquier cosa usurpando la identidad a perros y gatos, y otros a personajes famosos. Adoptamos estilos de vida de otros a los que damos un toque personal, creyendo que somos arquitectos de lo sublime.
Nos miramos todos los días en espejos miméticos de lo más variado según los gustos y los miedos particulares: unos a los más bellos, otros a los más famosos, a los más exitosos, a los más ricos y hay quien mira a los más feos y sádicos. La cuestión es ser a costa de lo que sea. Y ser es llamar la atención. ¿De dónde viene esa necesidad de llamar la atención?: de no haber sido nunca amados como somos . Tenemos necesidad de plantarnos en el escenario de este teatro calderoniano que es el mundo de las redes, de internet, y exhibirnos revistiendo nuestra desnudez con harapos que desechan otros. Se hace urgente declarase a-egoteo, para no caer en el infierno dantesco de soledades pobladas de aullidos, como profetizaba el Deuteronomio (Dt 32, 10), de las que Dios quiso sacar a su pueblo elegido. Restaurar la precariedad como digna de ser amada, abrazar la mediocridad, la mortalidad, la enfermedad, la pobreza, porque de lo contrario la «humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos» (Evangelii gaudium 87). Los Evangelios testifican un amor que hace palidecer como vanas estupideces todas las fórmulas de escape que el mundo ofrece para huir de la muerte o para sentirse amados. Muestran y testifican la verdad revelada de lo que el hombre es. Son la explicación de por qué los seres humanos sufren, para qué deberían vivir y que están llamados a ser, antes y después de la muerte.
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