
Jacques Fesch fue detenido después de matar de tres tiros al policía que le perseguía tras su fallido atraco
El asesino que murió en la guillotina y que podría ser beato: «¡Cinco horas más y veré a Jesús!»
El 25 de febrero de 1954, Jacques Fesch, durante su huida tras un fallido atraco, disparó y mató al oficial de policía que le perseguía. Aquel día, sin embargo, marcaría el inicio de su redención
En una de las meditaciones que el cardenal italiano Angelo Comastri predicó a san Juan Pablo II y a la Curia Romana hace aproximadamente 25 años, el purpurado mencionó tres figuras francesas que fueron profundamente transformadas por su encuentro con Jesús: el matemático Blaise Pascal, el militar Carlos de Foucauld y, para asombro de muchos, el asesino Jacques Fesch.
Este último, tras doce meses de detención por haber asesinado con tres disparos al policía Jean Vergne —viudo y padre de una niña—, se abrió al don de la fe después de que Dios escuchara en su celda de aislamiento su desesperado grito de auxilio «que me salió del pecho».
En ese instante, según su propio testimonio, «el Espíritu del Señor me agarró por la garganta». Sintió el peso de un poder infinito y una bondad absoluta que, desde aquel momento, le hicieron comprender con certeza que jamás había estado solo.
Cuando en 1993 se inició oficialmente la causa de beatificación de Fesch, el cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París, destacó que «declarar santo a alguien no significa que la Iglesia admire los méritos de esa persona, sino que propone un ejemplo de conversión de alguien que, independientemente de su camino humano, supo escuchar la voz de Dios y se arrepintió».
Escapar de una vida vacía
Jacques Fesch nació en Francia en 1930, en el seno de una familia acomodada pero desestructurada. Su padre, un banquero ateo, mantenía una relación distante con sus hijos y eventualmente se divorció de su esposa.
Aunque su madre intentó inculcarle la fe católica, Jacques abandonó la religión a los 17 años, sumergiéndose en una vida de placeres mundanos. Llevó una existencia despreocupada, cambiando de relaciones y trabajos constantemente. Tampoco fue un ejemplo de fidelidad, llegando a tener un hijo en una de sus relaciones extramatrimoniales, que fue entregado a un orfanato.

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Su existencia carecía de propósito y dirección, lo que lo llevó a tomar decisiones cada vez más arriesgadas. En un intento desesperado por financiar un velero y escapar de su monótona realidad, decidió robar a un cambista en París. El 25 de febrero de 1954, durante su huida tras el fallido atraco, disparó y mató al oficial de policía que le perseguía, Jean Vergne. La pena de muerte estaba vigente en Francia en esa época, por lo que ese asesinato le llevaría a ser condenado a muerte en la guillotina.

Jacques Fesch en la foto policial después de su arresto
Cuando Jacques encontró a Cristo dentro de él
Es curioso cómo exactamente un año y tres días después del terrible suceso, Fesch cambió de vida por completo. En la noche del 28 de febrero de 1955, el criminal vivió una experiencia que marcaría el inicio de su conversión. A través de un grito de auxilio, de una súplica desde lo más profundo de su ser, Fesch abrió su corazón a la misericordia de Dios. Es significativo cómo describe esa experiencia: un «viento impetuoso» que llega sin explicación, pero con una fuerza transformadora que lo arrastra hacia la fe.
Esa sensación de un «poder y una bondad infinita» refleja una misericordia que no espera perfección para acercarse, sino que se ofrece en el momento de mayor fragilidad humana. La respuesta de Dios a su sufrimiento fue una manifestación de amor puro y compasivo que le llevó a vivir con una convicción renovada de su presencia constante, aún en su dolor y oscuridad.
A partir de esa noche, Fesch se acercó a las figuras de grandes santos como Francisco de Asís, la española Teresa de Ávila o Teresita del Niño Jesús, a quien cariñosamente llamaba «mi pequeña Teresa». Decidió llevar un estilo de vida monástico mientras permanecía en la cárcel, dedicando su tiempo a la oración y la reflexión.
Desde su celda, comenzó a transmitir su fe a través de cartas, en una de las cuales expresó: «¡Acabo de recibir la Comunión, es una gran alegría! 'Vivo, pero ya no vivo yo, porque es Cristo quien vive en mí'». O en otras, compartía pensamientos que reflejaban su renovada perspectiva: «No pidáis a Dios que salve a tal o cual persona, o que ayude a este o aquel, sino pedidle que le améis, y que se haga su voluntad».
La guillotina como «un regalo de Dios»
A medida que se acercaba la fecha de su ejecución, Jacques aceptó su destino con serenidad, viendo su muerte como una forma de redención: «Estoy salvado a pesar de mí mismo; estoy siendo sacado de este mundo porque estaba perdido en él. El castigo que me espera no es una deuda que tengo que pagar, sino un regalo que el Señor me está dando».
Confiaba en que «cada gota de mi sangre borre un pecado mortal», reflejando una entrega total, una profunda reconciliación con su propia humanidad y con el sacrificio redentor de Cristo. Aquel hombre, que fue un asesino, se convirtió en un ejemplo de cómo la misericordia divina puede alcanzar incluso a las almas más perdidas.
La víspera de su ejecución, Fesch, consciente del final inminente, se sumergió en la meditación y en la oración. Su angustia ante lo que se avecinaba no le impidió encontrar consuelo en su fe. «Cinco horas más y estaré en la verdadera vida. ¡Cinco horas más y veré a Jesús!» escribió, mostrando una completa aceptación de su destino, pero también una esperanza inquebrantable en lo que le esperaba al otro lado de la muerte.
Cuando los guardias llegaron a su celda para llevarlo a su final, lo encontraron de rodillas, rezando. Fesch no se enfrentó a su destino con miedo, sino con la confianza de quien sabe que está a punto de encontrarse con su Creador. «Señor, no me desampares, confío en Ti», fueron sus últimas palabras.