De izquierda a derecha: san Juan Evangelista, santo Tomás de Aquino, santa Teresa de Jesús y san Ignacio de Loyola
Impulsivos, serenos, pasionales o introspectivos: los temperamentos vistos en la vida de los santos
Innumerables ejemplos de santos muestran cómo supieron potenciar sus cualidades naturales y educar sus defectos mediante el ejercicio de las virtudes, dejando una huella imborrable en la historia de la Iglesia y la humanidad
En tiempos que proliferan los test de personalidad exprés y diagnósticos, la sabiduría clásica de los temperamentos humanos sigue ofreciendo una clave sencilla y profunda para comprender la personalidad de uno mismo.
Esta clasificación, ya presente en el pensamiento griego clásico, distingue cuatro temperamentos: colérico, melancólico, sanguíneo y flemático. Se trata de disposiciones innatas, de base biológica, que marcan la forma en que cada persona tiende a reaccionar ante la realidad.
El temperamento no se elige ni se cambia: forma parte de la condición natural, ligada a la fisiología de cada persona. Sin embargo, sí puede conocerse y educarse, potenciando sus cualidades y corrigiendo sus defectos mediante la práctica constante de las virtudes, forjando así el carácter de la persona. Así lo explica con claridad el sacerdote español monseñor Alberto González Chaves, en una sencilla y didáctica plática disponible en video y titulado Temperamento.
En él, traza con precisión los rasgos de los cuatro grandes temperamentos y los vincula con el testimonio concreto de santos que no se conformaron con sus tendencias «de fábrica», sino que las encauzaron con gracia, disciplina y lucidez espiritual.
Sanguíneo: fuego rápido y corazón grande
El sanguíneo es impresión inmediata. Se entusiasma con facilidad, reacciona con energía, pero su impulso dura poco. Vive el momento, no se aferra al pasado. Sus mejores virtudes: alegría contagiosa, afabilidad, espontaneidad, sentido práctico y un corazón abierto a todos. Es bromista, simpático, tiene una inteligencia ágil y una imaginación brillante, aunque a menudo superficial. No teme la dificultad y es capaz de entusiasmarse con ideales nobles, pero puede caer en la dispersión, la pereza, o una sensualidad poco domada.
Para este temperamento, el camino hacia la virtud pasa por encauzar la energía, adquirir hondura interior y dar continuidad a los propósitos. Santos como san Pedro, san Agustín, santa Teresa de Jesús o san Francisco Javier fueron almas sanguíneas que, conscientes de sus límites, supieron disciplinarse. No confiaron solo en su buena voluntad: recurrieron al examen de conciencia y a la dirección espiritual para perseverar.
Melancólico: profundidad serena, pero expuesta al desaliento
El melancólico no se excita fácilmente, pero cuando algo le toca el alma, lo marca profundamente. Su sensibilidad le hace contemplativo, introspectivo, y con frecuencia, proclive a una visión más honda de la realidad. Tiende el silencio, la soledad fecunda, el pensamiento riguroso. Tiene vocación de intelectual, de poeta o de alma cuidadora. Cuando ama, lo hace con todo el ser. Es fiel, abnegado, reflexivo.
Pero también tiene sus sombras: puede replegarse en sí mismo, volverse hipersensible, pesimista, indeciso, y acabar 'devorado' por sus propios pensamientos. Sufre, aunque no siempre lo muestra. La educación del melancólico pasa por infundirle confianza, alegría, y hacerle salir de su mundo interior con esperanza.
Modelos de esta índole son san Juan Evangelista, místico de la ternura y la verdad, o santa Teresita del Niño Jesús, que supo hacer de su fragilidad una fuerza, abandonándose con confianza en el Amor de Dios y enseñando a la Iglesia universal ese «caminito», basado en la infancia espiritual y la confianza ilimitada en la misericordia de Dios.
Colérico: pasión que conquista
El colérico es acción sostenida. Su energía no se apaga. Inteligente, fuerte de carácter, tenaz y resolutivo, no se arredra ante las dificultades. Tiene madera de líder, de reformador, de fundador. No descansa, no se rinde.
Pero esa misma fuerza puede volverse altivez, obstinación, impaciencia, o incluso crueldad. Le cuesta ceder, le falta delicadeza y, con frecuencia, no tolera la contradicción. Su educación exige cultivar la humildad y la dulzura, poner su fortaleza al servicio del bien común.
Santos como san Pablo o san Ignacio de Loyola personifican este temperamento. Hombres que canalizaron una energía desbordante hacia la obra de Dios. Pero, sobre todo, destaca un colérico que, paradójicamente, pasó a la historia como el «santo de la dulzura»: san Francisco de Sales. Tal fue su lucha interior por dominar su fuerte carácter, que tras su muerte, al mover su escritorio, se encontraron marcas y arañazos en la madera de la parte inferior, testigos de las veces que apretó con fuerza las manos para no dejarse llevar por la ira.
Flemático: constancia sin estridencias
El flemático es el más discreto de los temperamentos. No reacciona con rapidez, pero cuando arranca, no se detiene. Es juicioso, estable, práctico, sacrificado, aunque poco espontáneo. Le cuesta entusiasmarse, pero tiene fondo. Habla poco, pero con sensatez. Es prudente, ordenado, sereno.
Sus defectos: puede vivir encerrado en su mundo, ser excesivamente rutinario, poco penitente, 'comodón'. Le cuesta tomar la iniciativa y asumir riesgos. Su educación requiere exigencia, retos concretos, sacarlo de la comodidad sin quitarle su ritmo.
Un santo paradigmático de esta clase es santo Tomás de Aquino. Su genio no era fogoso ni temperamental, sino constante, profundo, templado. A través de una vida de estudio incansable y una entrega sin concesiones a la fe, supo convertir su temple sosegado en una fuerza constante que lo llevó a ser una figura insustituible en la historia de la teología y la filosofía cristiana.