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03 de mayo de 2024

La librera y editora Sylvia Beach en su librería parisina, Shakespeare and Company, junto a las fotos de grandes escritores

La librera y editora Sylvia Beach en su librería parisina, Shakespeare and Company, junto a las fotos de grandes escritores

El vacío de grandes escritores en el siglo XXI por el que cualquier tiempo pasado fue mejor

Quizá la razón de que en esta época no haya ningún Thomas Mann que haya escrito sus Buddenbrook es por aquello que decía Mark Twain de que un clásico es un libro que se elogia, pero no se lee

A principios del siglo XX, tan al principio como en 1901, Thomas Mann publicó a los 25 años Los Buddenbrook, la obra que muchos consideran superior a su novela más renombrada, La Montaña Mágica, de 1924. En el principio del XXI, la realidad es que no hay Thomas Mann que valga. Del mismo modo que sucede en la música, con una oferta desmesurada que no es precisamente favorable al descubrimiento de nuevos grandes artistas, el escaparate librero y de autor ha alcanzado una dimensión casi universal en el sentido del espacio. No hay Thomas Mann, que se sepa, en el XXI, pero es posible que, si lo hubiera (¿es posible que esté por ahí?) se halle perdido en ese universo editorial, digital, bloguero o de autopublicación.
No parece ser la literatura el entretenimiento que fue en otras épocas, aunque nunca fue ninguna afición masiva, la razón por la que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, nunca vivieron de sus libros. Ahora hay películas infinitas, series interminables, videojuegos, móviles, redes sociales en las que perderse en lugar de en la degeneración de los Buddenbrook, de cuya historia casi podría decirse que es una metáfora de la degeneración de la literatura: Esos primeros Buddenbrook que crearon, los siguientes que crecieron y los últimos que todo lo anterior lo destruyeron.

Mark Twain y los clásicos

Esto mismo debía pensar el fallecido Javier Marías, que siempre leía a los clásicos y (casi) nunca a los contemporáneos. Una costumbre extendida en los grandes autores de siempre, que siempre hablaron de los grandes de su pasado como influencia. ¿Será el escritor actual también un lector actual? Si fuera así explicaría el estancamiento. El no volver para no continuar. La búsqueda de la inspiración perdida en las esencias olvidadas. Es como en esos coches de juguete cuyo mecanismo necesita accionarse hacia atrás para que avancen hacia adelante.
Quizá la razón de que en este tiempo no haya ningún Thomas Mann que haya escrito sus Buddenbrook es por aquello que decía Mark Twain de que un clásico es un libro que se elogia, pero que no se lee. Quizá el escritor del presente se haya cansado de leer los libros que tanto se elogian, quizá incluso se haya «superado» esa época y ya ni siquiera se sepa cuáles eran los libros que se elogiaban y exista un vacío sobre el que se escribe. Como si quien hubiera leído toda la vida los libros actuales fueran los lectores y los libros antiguos solo los escritores.
Thomas Mann en 1905

Thomas Mann, en 1905

A Mann, un suponer, puede que le inspirara Cervantes o Shakespeare. Mann puede que inspirara, otro suponer, a Faulkner, y Faulkner a Vargas Llosa. Pero Vargas Llosa, que se inspiró en Faulkner, como Cela en Hemingway o Dos Passos, ya era un Thomas Mann, o un proyecto de Thomas Mann, en su juventud. Como Cela. Cela fue exactamente el Thomas Mann español, en el sentido metafórico en que se habla, al escribir su primera novela, La Familia de Pascual Duarte, una de las mejores de su carrera, también a los 25 años.
¿Pero quién se inspira en Cela o en Delibes? ¿Quién lo hace hoy en García Márquez o en Vargas Llosa, en los autores del boom latinoamericano, deudores de la generación perdida estadounidense? Las librerías están llenas de libros de escritores muertos, de escritores viejos, jóvenes y nuevos. Pero los nuevos no tienen marca, ni consistencia, a pesar de que aparezcan sus nombres y apellidos en sus portadas. Sylvia Beach, la famosa propietaria de Shakespeare and Company (y editora del Ulises de Joyce), la librería parisina de los años veinte y treinta y cuarenta parisinos en cuyo interior se refugiaban André Gidé y Scott Fitzgerald o Hemingway, colgaba en las paredes de su establecimiento las fotografías de los grandes ídolos del pasado y del presente.

La máquina del tiempo

El pequeño espacio donde el mismo e incipiente Hemingway compartía lugar de honor junto al consagrado Twain, desde donde unos cuantos jóvenes autores, como el inminente autor de Fiesta, se impulsaron para ser los grandes del futuro. Quizá quien encuentre o se construya ese pequeño espacio remoto, esa máquina del tiempo en este mundo distinto será el Thomas Mann del XXI que escriba los nuevos Buddenbrook, siempre y cuando siga existiendo el editor desconectado de la ideología (la Sylvia Beach del XXI) y algún lector despierto, y esa es la otra parte de esta historia, que sepa reconocer a ambos.
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