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04 de mayo de 2024

Ilustración: La verdad y la politica

Ilustración: La verdad y la politicaLu Tolstova

El Debate de las Ideas

Denominación de origen

No podemos pretender influir en la cultura si hasta nosotros mismos tenemos dudas acerca de quiénes somos

Empecemos enfrentándonos a una paradoja del programa. Se nos propone hablar de cómo influir en la cultura desde la posición del intelectual conservador. He aquí el embrollo: el conservadurismo es ontológicamente antiintelectual. Es un sentimiento, una actitud, un instinto… de conservación. Para Russell Kirk: «El conservadurismo es la negación de la ideología» porque «desconfía de los grandes sistemas de pensamiento y prefiere las fórmulas pragmáticas y acostumbradas».
San John Henry Newman considera que nos caracteriza «la lealtad a las personas y no a las abstracciones». Aunque John Lukacs no habla del «conservador», se refiere halagadoramente a nosotros cuando afirma que «el auténtico valor del reaccionario pasa precisamente por su apego al honor y a los principios, por encima del dogmatismo abstracto de las ideologías». El joven Miklos Lukacs explica que, a diferencia del socialismo y del liberalismo, que son deductivos y se imponen a la realidad, el conservadurismo es inductivo, y nace de esta.
¿Quiero decir que pienso que el programa se ha equivocado con la propuesta para nuestra mesa redonda, ya que no existe este monstruo casi mitológico, mezcla de dos naturalezas, como el centauro, como el minotauro, como el grifo o como el fauno, que es el «intelectual conservador»? En absoluto. Mitológico es el animal, lo somos, pero yo me atengo a esa fábula de Kostas Axelos en sus Cuentos filosóficos que a Gregorio Luri le gusta recordarnos: «Un matrimonio de centauros contempla con dulzura a su hijo que anda trotando inocentemente, a su aire, por una playa mediterránea. El marido se vuelve hacia su mujer y le pregunta: «¿Debemos decirle ya que solamente es un mito?»». El intelectual conservador vive en un idéntico dilema ontológico, pero es mejor no desengañarnos todavía. Entre otras cosas porque la ola que nos invita a surfear el CEU-CEFAS es de vital importancia y urge. ¿Cómo influir en la cultura?
Tras la defensa de nuestro carácter práctico, voy a identificar cinco áreas o campos de trabajo muy concreto.
La primera misión del intelectual conservador es constatar la existencia y la naturaleza del conservadurismo. No es fácil. Lo reconocía Peter Viereck: «El conservadurismo mal puede ser una cosa sencilla, siendo como es un temperamento implícito, una filosofía menos distinta u clara que los otros ismos famosos». La misma confusión con su nombre propio: conservadurismo, conservadorismo, conservatismo, es muy significativa. La confusión –al menos– está clarísima. Y tanto. Abundan quienes critican el conservadurismo poniendo como ejemplo a políticos, como Rajoy, que han renegado explícita y solemnemente del conservadurismo en un congreso del partido; y, en cambio, a los que nos confesamos humildemente conservadores nos dicen que nosotros no lo somos, sino reaccionarios, porque o esa es la etiqueta que les gusta y ellos nos tienen cariño o porque son como el perro del hortelano centrista que ni son conservadores ni nos dejan serlo. Yo, más que en cómo se autopercibe cada cual, miraría su código genético y si encaja en las descripciones inductivas del conservadurismo, realizadas por Scruton, Oakshatt, Russull Kirk y Olavo de Carvalho. Expongamos aquí la definición canónica de conservador de Oakshott. El conservador es quien prefiere «lo familiar a lo desconocido; lo probado a lo probable; lo actual a lo posible; lo limitado a lo ilimitado; lo próximo a lo distante; lo suficiente a lo superabundante; lo conveniente a lo perfecto; y la risa presente a la felicidad utópica». No son bizantinismos. No podemos pretender influir en la cultura si hasta nosotros mismos tenemos dudas acerca de quiénes somos. Se desperdicia así, por cierto, la gran potencia electoral que tendría el conservadurismo. Pues, como dice Scruton, es la posición política de la gente normal, que quiere preservar el modo de vida que ha heredado: su familia, su cultura, su entorno… La percepción de Scruton se traduce en la primera ley de la política de Robert Conquest: «Todo el mundo es conservador en aquello que conoce de primera mano». Pero si no conoce el conservadurismo (y la labor del intelectual conservador es explicárselo) cómo va a saber que lo es.
La segunda misión es todavía más arriscada. Hay quienes de verdad y con conocimiento de causa prefieren definirse como demócratas cristianos, liberales, reaccionarios, tradicionalistas… Ya puestos, si jugamos a las etiquetas, a mí la que me gusta es la de güelfo blanco. Pero, aunque jugar es divertido y sano, conviene pacificar a las familias intelectuales de la derecha. El conservadurismo es el denominador común. Lo necesitamos mucho, pues el debate de los matices nos distrae demasiado, y, cuando pasa de la discusión teórica al desprecio práctico, mina una unidad básica. Pidiéndole prestada una metáfora al vino, lo que siempre nos gusta, diríamos que el conservadurismo no es una marca registrada, sino una denominación de origen, que acoge viñas diversas y distintas casas comerciales. El conservador, por el papel preponderante que otorga la conversación y por su entrenada capacidad para detectar lo bueno y común de cualquier postura para conservarlo, se entiende mejor con todos: con el liberal, por su aprecio a la libertad y al mercado; con el reaccionario, por su compromiso con los principios; con el tradicionalista, por su respeto al pasado y su afán de transmitirlo… Como último y desesperado argumento de autoridad me van a permitir que traiga incluso al diario El País, que, en su diccionario de sinónimos, ofrece estos del conservador: «tradicionalista, retrógrado, reaccionario, derechista, carca». ¿Es o no es la casa común? Y si a alguien le quedan dudas, El País nos regala este único y definitivo antónimo: «Progresista».
En el tercer lugar, como es el central de mi enumeración, quiero situar el elemento imprescindible para influir en la cultura. Crearla. Escribir poesía, pintar belleza, presentar esculturas, levantar la arquitectura…. El conservador tiene que tener presente un doble deber: conservar lo valioso del pasado… y crear cosas que merezca la pena conservar en el futuro.
El cuidado del lenguaje, tan constantemente adulterado como herramienta demagógica, es esencial. Se necesitan poetas conservadores. En efecto, Scruton ha subrayado la importancia de la cultura (de la alta cultura) dentro de esta cosmovisión: «Los mejores intelectuales conservadores han dedicado parte de su atención a la naturaleza del arte y a los mensajes que contiene. La primera publicación importante de Burke, por ejemplo, fue un tratado sobre las ideas de lo sublime y la belleza. Las Lecciones sobre la estética de Hegel son la cumbre de su contribución al pensamiento del siglo XIX, y muchos conservadores culturales fueron también autores destacados, en verso y prosa: Chateaubriand, por ejemplo, o Coleridge, Ruskin y Eliot». El filósofo Higinio Marín ha dado la razón última: «Para tener por qué luchar, hay que tener qué cantar».
En cuarto lugar, considero fundamental prestar una atención muy intensa al cultivo de la crítica. Es un lugar común bastante atinado que la crítica está en crisis. Hay razones circunstanciales como que faltan revistas en papel de referencia o que el interés con las redes sociales se ha desperdigado; pero hay una razón esencial: se ha perdido el criterio, y sin criterio no puede haber crítica. ¿Y cuál es el criterio? En última instancia, el conservador. Porque, por un lado, están los trascendentales –la verdad, la bondad, la belleza– que apelan a profundas constantes antropológicas y, después, está la tradición. Y, por supuesto, su articulación con el talento individual, que tan bien estudió T. S. Eliot. Recuerdo una anécdota del poeta y crítico Fernando Ortiz, añorado amigo y maestro. En su juventud y primera madurez, se situó ideológicamente en cierto socialismo con ribetes andalucistas. Pero ya era el autor de sonetos impecables. En una lectura, un caballero del público le espetó que tan progresista no sería cuando escribía sonetos. Aunque Fernando Ortiz aún estaba enfadado años después con aquel anónimo comentarista, yo, que tanto aprendí de él, sostengo que aquel espontáneo tenía razón. El respeto a la tradición que, inevitablemente, sostiene a los creadores valiosos, es ya un germen de conservadurismo implícito. Al intelectual conservador le corresponde sugerirlo, sutilmente, con delicadeza.
Por último, el intelectual conservador ha de aportar el sostenimiento y la defensa del valor intrínseco de las obras culturales frente al relativismo crítico, el nihilismo político y el subjetivismo social. Estos han conseguido que se impongan criterios cuantitativos (si son best-sellers o no, los precios de los cuadros, las visitas a las páginas webs, los likes en las redes sociales, etc.) o criterios pseudo cualitativos (los premios públicos, el prestigio de publicar en los periódicos de referencia). Si la mesa redonda fuese de gestión política cultural, yo lanzaría un reto. Hay que revertir la costumbre de que la izquierda promocione y premie a los suyos y la derecha moderada premie y promocione a los de izquierdas, para posar de tolerantes y/o porque le da igual. El resultado es que la población recibe el mensaje de que el arte, el pensamiento y la literatura son inexorablemente de izquierdas. El daño –incluso electoral– es muy profundo.
Nosotros, como mitológicos intelectuales conservadores, no somos gestores. Sí podemos, sin embargo, no caer jamás en esas ridículas valoraciones perezosas. Lo mínimo que se nos puede y debe exigir es que demos razón y testimonio en nuestro ámbito de todo lo que vale. Muchas veces lo bueno y lo hermoso será lo de los creadores conservadores y no recibirá los halagos de los medios y de los poderosos. Y algunas veces lo bueno y lo hermoso será creación de personas que no piensen como nosotros o que no sepan que ya piensan como nosotros, al menos en lo bueno y hermoso que hacen. También los alabaremos. Ello redundará en beneficio de una cultura conservadora. San Ambrosio dijo –y santo Tomás de Aquino se lo aplaudió– que «toda verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo». Nosotros digamos –y oigamos– siempre la verdad.
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