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04 de mayo de 2024

César Wonenburger
César Wonenburger
Historias de la música

Glenn Gould y los efectos de un corte de pelo

La reciente interpretación del Primer concierto para piano de Brahms, por Perianes, evoca uno de los episodios más desconcertantes de la música en el siglo XX, aquel que tuvo como protagonistas a Glenn Gould y Leonard Bernstein

Actualizada 04:30

Leonard Bernstein y Glenn Gould

Leonard Bernstein y Glenn Gould

Este fin de semana, Javier Perianes, esa especie de «hombre tranquilo» que con su humildad y cercanía prosigue cada día escalando peldaños en el escalafón pianístico sin que apenas se note (no hay en él trazas de ese divismo sustentado en caprichos, excentricidades, falsas poses que puedan contribuir a generar a su alrededor el tipo de ruido que a veces contribuye a generar la mitología), se mide con una de las obras mayores de todo el repertorio para su instrumento: el monumental Concierto número uno para piano, en re menor, opus 15 de Johannes Brahms, en Madrid. La sesión del viernes pasado constituyó todo un triunfo para el intérprete andaluz, compartido con la Orquesta Nacional de España, que, no me canso de decirlo, atraviesa un momento artístico extraordinario de la mano de su actual director titular, un David Afkham de gesto tan diáfano como esclarecedor e ideas sólidas, siempre al servicio de la música.
Juntos han revalidado la temprana grandeza del compositor hamburgués, cuyo disgusto ante la fatalidad de su amigo, Robert Schumann, un talento ensombrecido por las inescrutables tinieblas de la enfermedad mental, se refleja en esta obra que oscila entre la rebelión, la rabia indisimulada que se alza contra las injusticias que la vida impone fatalmente, tantas veces haciendo innecesario escarnio de los mejores de la tribu, y la ternura desde la que se comparte la herida íntima de quien apenas soporta las iniquidades de un mundo hostil. Ha sido una experiencia reconfortante volver a este Brahms que siempre ejerce como bálsamo purificador, por más que desde el fiero tutti del movimiento inicial se empeñe en zarandearte, tirándote de las solapas con violencia. Al final del viaje se impone no el consuelo, no la resignación, algo quizá menos profundo pero igualmente reparador, la comprobación de que para las mentes más elevadas hasta del peor de los infortunios puede resurgir cautivadora la belleza. Solo eso nos distingue como seres humanos.
Imagen del concierto de la ONE de este viernes en Madrid dirigido por el maestro David Afkham y con la participación pianista español Javier Perianes

Imagen del concierto de la ONE de este viernes dirigido por David Afkham y con el pianista español Javier PerianesONE

Pero dejemos que corra un poco el aire. Siempre que vuelvo al Primero de Brahms pienso inevitablemente en lo que debió haber sido vivir aquel momento único en la reciente historia de la interpretación musical. Por supuesto, me refiero al conocido episodio del desencuentro entre dos colosos del siglo XX, Glenn Gould, un delicioso anarquista del teclado, y Leonard Bernstein, el dandy exuberante que olía a música. En este caso no lo cuenta la leyenda, fue así, porque además ha quedado grabado: una lástima, la fantasía siempre suele enriquecer este tipo de lances, sobre todo cuando por el medio alcanza la buena literatura.
Bernstein y Gould se habían citado el 6 de abril de 1962 para un concierto de la Filarmónica de Nueva York en el venerable escenario del Carnegie Hall. En los atriles reposaba el concierto citado, y en el aire, una atmósfera enrarecida que se había fraguado incluso antes de los azarosos ensayos de aquel evento para la posteridad. Pero no todo resultó tan casual, ambos protagonistas tenían ya antecedentes. Circula por ahí una pieza del New Yorker en la que se da cuenta de alguna probable discrepancia en la elección de los tiempos durante una interpretación anterior del Cuarto concierto de Beethoven. Lenny cita en su camerino al pianista y después de un «Glenn, baby», que más que afectuoso suena como la cantilena de quien empieza a sentirse ya un poco harto, le pregunta, poco más o menos, «cómo se lo siente» ese día.
Glenn Gould

Glenn GouldGTRES

Gould, que debía ser seguidor de Furtwängler, para el cual resultaba esencial dejar siempre una cierta libertad improvisatoria durante la experiencia única del concierto, más allá de la rigidez de los ensayos, no resultó demasiado preciso en su respuesta. Esquivo como su hamletiano personaje, le vino a decir algo así como ya veremos… Pero sobre ese día no hay noticias acerca de una posible interpretación que pudiera haber llegado a sortear el desastre, como la tan célebre posterior.

El corte de pelo de Felicia Montealegre

El trato entre los genios incluso había alcanzado una cierta familiaridad fuera de los escenarios. Gould, en una ocasión, hasta se dejó cortar el pelo por Felicia Montealegre, la esposa del célebre director. Fue durante una visita al apartamento del matrimonio, aquel día parece que libre de Panteras Negras. El pianista canadiense se presentó allí como solía. Su proverbial aversión al frío (que en una de esas contradicciones propicias para alimentar su excentricidad no le impidió realizar un par de visitas al Polo Norte, uno de sus lugares favoritos), le hacía portar siempre puestas varias capas de abrigos, dos o o tres pares de guantes y un gorro de astracán calado hasta las mismas cejas. Los Bernstein, apoyados en la suave calidez de su morada, le animaron a despojarse de todas aquellas prendas, algo que hizo no sin oponer ciertas reticencias.
Felicia Montealegre

Felicia Montealegre

Al quitarse su sombrero, la mujer de Bernstein comprobó que el pelo de Gould no presentaba el mejor de los aspectos, como si se hubiera mantenido alejado del agua durante meses. El pianista no se desprendía de aquel gorro ni aunque durante los trayectos en coche la calefacción del vehículo desprendiese el mismo fuego que sirve para calentar las calderas del averno. De ahí que los efectos de la sudoración sugiriesen cuidados capilares impostergables, aunque no siempre atendidos según el relato del propio autor de West Side Story. Felicia, comprobados los perniciosos efectos, con esa naturalidad maternal tan propia de las mujeres latinas (había nacido en Costa Rica), condujo al invitado hasta el baño de su casa, y allí mismo, después de lavarle la cabellera con sus propios champús, le realizó un corte de pelo, todo por el mismo precio.
De modo que si la mujer de tu amigo ha tenido el detalle de preocuparse de tu higiene personal, aplicándote hasta un nuevo estilismo, cómo vas a enfadarte con él si antes de una actuación conjunta a este se le ocurre nada menos que salir ante el público para informar de que aquello que van a escuchar es fruto únicamente del criterio personal, cuando no de la equivocada tozudez, del pianista. Y sugiriendo además que, a pesar de no estar de acuerdo contigo, en cualquier caso te respeta porque eres un genio, quizá incomprendido, en posesión de una visión personal acerca de la obra (el Primero de Brahms), que en modo alguno compartes, pero que merece la pena ser expuesta ante el auditorio.
Lo que sigue, igual que el pequeño discurso introductorio de Bernstein, puede escucharse en la grabación publicada del concierto, sobre cuya interpretación cada uno puede formarse su propio criterio, como bien expone el por entonces vilipendiado director (desde las páginas del New York Times se le llegó a acusar de traidor por haber puesto en evidencia a su colega, justo antes de la actuación). Pero más allá de aquel desencuentro que posiblemente propició la retirada de los escenarios de Glenn Gould (a partir de ahí, prefirió recluirse en la soledad del hogar donde se «cocinaba» sus propias versiones grabadas, y comentarios, acerca de sus músicos favoritos, de Bach a Petula Clark), y de las muchas, extraordinarias interpretaciones que de esta obra de Brahms se han ofrecido antes y después, se encuentra allí el testimonio de una profesión de fe, la de quien, ante la perspectiva de tener que ceder en sus principios para propiciar el acuerdo que sirviese para evitar cualquier posible descalabro, opta por mantenerse fiel a su criterio personal, despreciando cualquier compromiso.
¿Capricho, vanidad, impostura… su creencia, según la cual, «en materia de arte el fin justifica todos los medios» mantenida en rigor hasta sus últimas consecuencias? Bueno, también entre los maliciosos circula la especie de una pésima ejecución, simplemente porque Gould o no conocía a fondo o no se había tomado la molestia de aprenderse bien aquella obra. Todo puede ser. Incluso que aquel acto de insubordinación constituyera una calculada venganza contra el matrimonio Bernstein porque, en realidad, y a pesar de haberse sometido con aparente docilidad a aquel lejano tratamiento capilar, jamás hubiese llegado a soportar bien que las finas manos de Felicia rozasen sus cabellos.
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