
Portada del libro 'Presencias reales'
El Debate de las Ideas
'Presencias reales': en defensa del arte y la literatura serios
En junio de 1992, recién acabada la carrera de Filología Hispánica, unos cuantos compañeros de la misma promoción decidimos hacer un viaje para celebrarlo. No se trató de un viaje de estudios al modo usual, sino que optamos por ceñirnos a un itinerario programado por nuestra cuenta. A bordo del tren y alojándonos en sucesivos albergues, visitamos varias ciudades españolas con esa predisposición festiva de quienes aún viven ajenos a las cargas que el futuro pronto depositará sobre sus hombros. Lo raro del tiempo es la caprichosa facilidad con que borra unos detalles y conserva otros. Hay secuencias completas de aquella modesta aventura que han quedado sepultadas para siempre en el olvido. Y, por contra, me acuerdo de que fue en Salamanca, al entrar en una pequeña librería de barrio, donde, curioseando entre los ejemplares expuestos allí, descubrí un libro que por algún motivo llamó mi atención. Se titulaba Presencias reales.
Supongo que debió de ser el título lo que me invitó a hojearlo, porque la portada, en el límite de la abstracción, resultaba de una austeridad férreamente disuasoria. El autor, George Steiner, era uno de los más brillantes estudiosos de la cultura europea, un hombre de una erudición apabullante, profesor de Literatura Comparada en Cambridge y Ginebra, si bien durante mis años de licenciatura nadie me había hablado de él. Yo no lo sabía en ese momento, la primera vez que abrí aquel ejemplar de Presencias reales y deslicé la vista sobre algunos de sus párrafos, borrosamente interpelado ya por el alcance de una inteligencia que planteaba cuestiones que iban a la raíz de los problemas que habían determinado el rumbo de nuestra cultura, pero aquel libro estaba destinado a remover mi noción de las cosas.
«Remover mi noción de las cosas» no es, sin embargo, la expresión que hace justicia al efecto que la lectura de aquellas páginas iba a ejercer sobre mí. Lo que ocurrió más bien consistió en la constatación de que un puñado de intuiciones esenciales acerca del sentido de la creación artística que llevaban algún tiempo rondándome la cabeza adquirían, a la luz de un entendimiento privilegiado como el de Steiner, una formulación definitiva. Fue, si de algo sirve la analogía, como encontrar cifrada en un idioma inteligible la maraña de ideas que, a lo largo del tiempo, se había ido formando en mi mente.
Por descontado, este breve preámbulo se halla a una distancia inconmensurable de la pretensión de situar a un recién licenciado en Filología Hispánica, como lo era yo por entonces, a la altura de uno de los grandes sabios en la historia reciente de la cultura europea. Lo que pretendo expresar es la conmoción derivada del hecho de descubrir que el análisis de los orígenes de la crisis de la civilización occidental pudiera recibir un tratamiento tan lúcidamente ajustado a sus características definitorias como el que Steiner le aplica en su ensayo.
Para empezar, Presencias reales se sitúa en el polo opuesto a lo que en el momento de su publicación era el abono de ideas del que se nutría la clase intelectual dominante en el ámbito de la cultura occidental. Sus tesis constituyen una enmienda a la totalidad de las teorías posformalistas y deconstructivistas que, llevando a sus últimos extremos los postulados teóricos de los maestros de la sospecha, representaban el núcleo duro de una tendencia comprometida con el desmantelamiento de nuestra tradición. Tales teorías, en esencia, niegan que el lenguaje y el arte tengan algo serio que decir acerca de la condición humana, el misterio que envuelve nuestro lugar en el universo o el enigma que somos para nosotros mismos. En lo más profundo de la crisis que nos afecta late -según Steiner- el perdurable eco de la ruptura del contrato que, originariamente, vinculaba al hombre con la palabra.
Como se ve, Steiner se abstiene de afrontar el mal de nuestro tiempo -ese «nihilismo ontológico» al que él mismo alude invocando el pensamiento de Heidegger- desde una perspectiva meramente sociológica o política. Su intución humanista le lleva a rastrear su origen en un estrato diferente, mucho más profundo si cabe que los mencionados: la crisis del Logos. El agotamiento de nuestra civilización, el cansancio que exhibe de sí misma, ostenta sin duda derivadas sociales (el auge contemporáneo del discurso periodístico, por ejemplo, cuya incesante proliferación deviene en un fatal abaratamiento de las ideas; también la norteamericanización de la modernidad y su aplicación de un sesgo antijerárquico a todas las esferas de la cultura); pero tales ramificaciones no son sino epifenómenos de un acontecimiento de mayor calado, a saber, la ausencia de Dios, el vacío clamoroso que su premeditado ocultamiento por parte del hombre occidental deja en el arte y la literatura de nuestro tiempo.
En última instancia, lo que sostiene Steiner es que la crisis del lenguaje es una cuestión de naturaleza metafísica y, más si cabe, teológica. Aquel deslumbrante
Frente a todo lo anterior, frente a la ruptura de la alianza entre la palabra y el mundo, verdadero rasgo distintivo de una modernidad que decidió vivir de espaldas a las presuposiciones de índole religiosa sobre las que se asentaba el entero edificio de nuestra cultura (y aquí la palabra fe resulta determinante, pues se trata de una apuesta por dar acogida en nuestro interior a las mismas claves teológicas que, desde hace más de 2500 años, han venido guiando el acto creativo de los grandes genios del arte y la literatura occidentales), Presencias reales enarbola una tesis extemporánea:
Es así como Presencias reales, tanto en términos de rigor filológico como de elocuencia retórica, se configura como uno de los libros más decididamente enfrentados al clima de pensamiento dominante que se hayan escrito en nuestra época. El olvido de Dios no sólo ha permitido la degradación del lenguaje hasta los extremos, desafortunadamente familiares, de la infecta cháchara televisiva actual o de la basura demagógica en que tantos de los bustos parlantes de nuestra clase dirigente han convertido la política; ha liquidado, además, la posibilidad de seguir haciendo de la palabra la verdadera casa del ser, el espacio donde, a través de la experiencia religiosa y estética (dos caras, en opinión de Steiner, de un fenómeno análogo), el hombre alcanza un conocimiento más depurado de sí mismo y, de manera consecuente, establece vínculos de relación con el prójimo que lo sitúan en la senda de una existencia auténticamente comunitaria y fértil.
En un mundo inmerso en la lógica corruptora de la desconfianza, del contrato roto y de la negación de la experiencia de sentido que es la base de toda dinámica civilizatoria, hace ya muchos años, en una pequeña librería de Salamanca hasta donde el azar me guio, me fue deparado el encuentro con un libro que articulaba una propuesta de signo antagónico al devenir inmediato de la historia. Su lectura, para un joven de veintipocos años, supuso en aquel instante una vivencia de gozo intelectual y una bocanada de subversiva esperanza que no han prescrito desde entonces. Creo que ya es hora de celebrarlo.