Las guerrilleras de Velázquez y el retrete de Dickens
De casa de Dickens salió una de las primeras destructoras de Arte, mientras a Trump, que arregla las goteras de su principal centro cultural, se le compara con Atila y Moyano supera a Londres con su atemporal oferta librera

La 'Venus del espejo' de Velázquez
En las grandes ciudades siempre quedan rincones por descubrir. A pesar de conocer Londres relativamente bien, nunca había estado en el museo dedicado a Dickens, en la calle Doughty, que este año cumple un siglo desde su apertura.
En la casa victoriana donde el autor de David Copperfield decidió aposentarse al nacer su primer hijo, repartidos entre varias estancias, se pueden curiosear algunos de los objetos de los que se valía diariamente, como un pedestal para leer de pie (Hemingway escribía así, e incluso Donald Rumsfeld, aquel secretario de Defensa de Bush hijo, jaja) o su retrete particular, situado en el dormitorio principal.
En otro tiempo, la morada de Dickens se convirtió en residencia para señoritas, algunas reconocidas sufragistas, como Mary Richardson, que el 10 de marzo de 1914 enfiló desde allí hasta la National Gallery, provista con un hacha de carnicero para, nada más llegar, descargarla contra la Venus del espejo o The toilet of Venus, como se conoce en Inglaterra el célebre cuadro de Velázquez que antes llegó a pertenecer a los Alba.
Richardson deseaba vengar a su compañera, Emmeline Pankhurst, que había sido arrestada el día anterior. Tan aguerridas damas pretendían el sufragio universal y eran, ciertamente, más ilustradas que sus herederas, las activistas conocidas como «The Guerrilla Girls», una muestra de cuyos panfletos reivindicativos, en los que se quejan de la escasa presencia de las mujeres en el mundo del Arte, cuelgan estos días de las paredes de otro museo londinense, el Tate Modern.
Al reivindicar su atendado contra el célebre lienzo, por el que acabó en la cárcel, Richardson proclamó: «He intentado destruir la pintura de la más bella mujer en la historia de la mitología como una protesta contra el Gobierno por destruir a la señora Pankhurst, quien es la persona más hermosa de la historia moderna».
Las actuales guerrilleras reclaman mayormente cuotas, como que Hollywood tenga que contratar a la misma cantidad de mujeres que de hombres para dirigir sus películas. A Irán, que se sepa, no han ido a manifestarse.
Atila se crece frente a sus rivales
A punto estuve de seguir el consejo de otro escritor británico, Julian Barnes, para el cual «si leer es uno de los placeres –y necesidades– de la juventud, releer es uno de los placeres -y necesidades- de la edad». Pero tras volver a ojear, en la casa de Dickens, un ejemplar de Historia de dos ciudades («It was the best of times, it was the worst of times», ¿se puede empezar mejor?), la vista se escapó rápidamente hacia un libro que desconocía: Pictures from Italy.
Ahí Dickens ofrece una serie de estampas, «meras sombras en el agua» (las define en el prólogo), de un provechoso viaje a la patria de Dante. Una joya, huelga decir… Y nada más al iniciar su lectura, se produjo la coincidencia.
Antes de llegar a Italia, el escritor se dio un garbeó francés y, entre otras ciudades, estuvo en Châlons. Resulta que allí se produjo el primer encuentro entre Flavio Aecio y Atila. Así lo recuerda el propio general romano en su dúo con el rey de los hunos en la ópera de Verdi, que hoy mismo ofrecerá el Teatro Real, en versión de concierto (Attila).
Ya en ese instante puede apreciarse la superioridad moral del caudillo sobre sus rivales, que tan bien subraya el compositor italiano, poco dado al trazo grueso. Al bárbaro le desconcierta que Aecio le proponga, desde el primer minuto y sin ambages, traicionar a su propio emperador con una condición: que le ceda a él Italia, mientras se quede con el resto del mundo.
Cantado al modo verdiano («¡Tendrás el universo, déjame Italia a mí!»), parece una proclama patriótica hábilmente situada para soliviantar al público italiano de su época. Pero en realidad enmascara una felonía del líder militar, la de pactar con el rival la entrega de su jefe para hacerse con el poder.
Luego, en la ópera, aparece la escena del breve diálogo con el papa León I, en la que Atila, conocido como «el azote de Dios» (y ya desde antes conturbado por la idea de un poder más allá del terrenal), aprecia la superioridad y hondura de su mensaje espiritual de paz, que desdeña la fuerza a menudo ciega de las armas, y se postra humildemente ante él.
El fiero conquistador asiático termina, con Verdi, traicionado por los suyos y una serie de personajes inferiores, como el desleal Aecio (Ezio en la partitura) y la singular pareja de supuestos enamorados: el pusilánime Foresto y su novia, la neurótica Odabella, obsesionada con vengar a su padre, pero a la vez atraída irresistiblemente por el hombre que propició su muerte, hasta pasar por su lecho.
La música que el compositor le asigna a Atila es sin duda la mejor, las más penetrante, de esta obra, al describirlo presa de sus propias contradicciones. Es el único que duda; por tanto, el más humano. Y Verdi era un auténtico maestro en el retrato de la compleja humanidad.
Ya, pero ¿quién arregla las goteras?
El director de orquesta Nicola Luisotti sugiere de refilón (sin citarlo, por si acaso luego lo invitan a dirigir en EE. UU. y tiene problemas) que Donald J. Trump sería una moderna encarnación de Atila. Lo mismo, pero ya sin subterfugios (lo cual le honra), con todas las letras, sostiene en un reciente artículo, Lasalle, aquel antiguo secretario de Estado del PP, de eterna alma socialista como tantos otros camuflados bajo esas siglas, sobre todo los de su inexistente área cultural, tipo Semper.
No me correspondería establecer defensa alguna de un dirigente con el que comparto pocas cosas (algunas relevantes). Pero, al menos de momento, Trump no ha ordenado el asesinato en plena calle, durante una manifestación pacífica, de un joven músico perteneciente a la misma orquesta que luego él mismo se complace en enviar por el mundo como embajadora de los logros culturales de su régimen (con la complicidad de Gustavo Dudamel), como ha ocurrido con el sátrapa venezolano, Maduro.
Ni hay artista estadounidense alguno (salvo aquellos que ahora han decidido emprender el camino del exilio por propia voluntad), como Ari Weiwei, consciente de que si regresa a esa China de la que denuncia su escaso compromiso con la libertad volverá a la cárcel. En 2011, ya lo encerraron bajo una supuesta acusación de «delitos económicos» que en realidad pretendía acallar su voz discrepante. Si lo pillan ahora, seguramente no llega a ver la luz del día nunca más.
Han surgido unos integrantes del musical de Los miserables que se niegan a aparecer, si el presidente de su país se presenta por el Kennedy Center el día previsto para su actuación en Washington. A ellos nada les pasará, serán sustituidos oportunamente ese día y el NYT les dedicará un reportaje.
A los anteriores responsables de este centro nunca se les había ocurrido programarlos. Parece que había mayor interés por ofrecer espectáculos de «drag queens». Precisamente fue el propio Trump quien sugirió que se ponga, ahora, Los miserables en el Kennedy.
Su idea consistiría en recaudar fondos con una primera actuación especial y una fila 0 de entradas a precios muy elevados, algo habitual en el país de la filantropía. La taquilla se sumaría así a los casi 250 millones de dólares (el equivalente al presupuesto total de un año) que el gobierno federal se dispone a invertir en una institución que los demócratas dejaron en números rojos, a punto de la quiebra, con goteras.
Moyano y Madrid superan a Londres
Las librerías londinenses son muy superiores a las que existen en Madrid, una ciudad que, por otra parte, ya adelanta prácticamente en todo a la capital inglesa salvo en una cosa: suciedad. Te encuentras bolsas de basura, un sábado, hasta en los bancos para sentarse próximos al Big Ben. La porquería no respeta ni su centro histórico, otorgándole a ratos cierto aspecto napolitano.
Y sí, es posible que haya allí más abundantes y mejor surtidas tiendas de novedades bibliográficas. Pero lo que no aparece tan fácilmente es un equivalente a la madrileña Cuesta de Moyano, el mejor establecimiento librero de España.
Ahora que está de aniversario, conviene darse una vuelta por ese lugar, como bien saben sus frecuentes visitantes y ha podido comprobar, estos días, hasta la reina Letizia.
Si la urgencia es adquirir el best-seller de turno, de alguno de esos pesados escritores subvencionados del Régimen, o la última recopilación de chorradas del «influencer» con más seguidores del día, las librerías convencionales siempre se muestran al quite.
Pero si lo de que de verdad uno desea es sumergirse en esas obras intemporales, imperecederas, escritas sin mayor propósito que el de fijar un par de ideas, sin pretensiones, capaces de poner en funcionamiento la imaginación del lector, su razonamiento, sobre las cosas del mundo y sus caóticos habitantes, entonces hay que recurrir a Moyano.
Sencillamente porque el saber allí sí ocupa el lugar (aunque a veces haya que bucear entre pilas de libros) que, en esos otros establecimientos, peor iluminados aunque más amplios y estilosos, solo obedece ya al precario imperativo de la novedad.