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Imagen del ombligo de un hombre

Imagen del ombligo de un hombrePexels

El Debate de las Ideas

La primera posición sexual

No es exclusiva de Freud la afirmación de que en la sexualidad reside nuestra identidad

No es exclusiva de Freud la afirmación de que en la sexualidad reside nuestra identidad. Homero cuenta, en una de las metáforas más certeras y bellas de la literatura, que incluso cuando Ulises ha dejado caer el manto mágico que ocultaba su identidad, y viendo y reconociendo físicamente a su marido, Penélope le pregunta por el secreto de alcoba que sólo ella y su marido conocen. El secreto es que una de las patas del lecho donde yacen es un olivo que hunde sus raíces en el suelo de la habitación, su casa y su reino, convirtiendo su sexualidad en identidad, a su casa en familia, y a la tierra en hogar. Lo que sí es más exclusivo de Freud es entender que la sexualidad ha de entenderse como un tipo de libertad que ha de ser liberada de ataduras previas para poder declararse formalmente libre. La libertad sería siempre una liberación de lo previo y lo anterior.

También cuenta Erich Fromm, con una matriz más freudiana de lo que aparenta, que en el «no» Adán y Eva se inauguraba la forma primerísima de la libertad humana bajo la fórmula de una liberación de cualquier interferencia añadida que la menoscabase. El mandato previo de no comer de un árbol era una imposición solo equivalente en poder a la desobediencia de esa misma orden o, si un caso, a la asunción libre de tomarla como un consejo, pero nunca como una obligación, desactivando así su carácter previo y de autoridad. Ser libre, explica siguiendo a Lutero, es poder «liberarse de» lo impuesto ajenamente a la propia decisión. Ser libre es poder decir «no» a todo lo que nos precede.

Lo que sucede con esta idea es que si proclamamos la libertad –asociada luego a la sexualidad– como origen primerísimo y como posibilidad de la negación de lo dado (lo anterior a mi decisión), también resulta argumentativamente lícito preguntar por cuál es el origen de esa misma libertad.

De todas las acciones libres que podemos hacer resulta que las dos que más nos definen son aquellas cuya decisión por parte del propio sujeto se antojan imposibles e inalcanzables a su libertad: nacer y morir. Se puede ser más preciso y describirlas en lo que de su «ser» son, a saber, «ser nacido» y «ser mortal». Es difícil tomar la libertad como el origen fundacional y primero de nuestra identidad, cuando ésta se nos da de un modo que uno mismo no ha decidido. Nadie decide su nacimiento ni su mortalidad. Así que, si tomamos la libertad como la fundación de nuestra identidad, podemos decir aquello que de ella dijo Kierkegaard: «Llega tarde».

Tarde llega porque antes de nosotros ya hay algo y alguien que no somos nosotros, y que sin ello nuestra libertad es imposible. Lo anterior es lo dado sin nuestro consentimiento, pero lejos de ser el obstáculo a nuestra libertad parece ser que es lo que la posibilita. Si alguien no nos da nacimiento no seremos, y mucho menos seremos libres.

Y ese, entre otros, es el error de Freud. El padre de la psicología acierta a entender que nuestro deseo y nuestras decisiones se asumen como desear lo que se nos muestra como deseable. Comemos con gusto lo que hemos visto comer con gusto. Así hacen los niños con la comida de adultos y con muchas otras cosas. Pero acto seguido, dice Freud, se nos prohíbe y se nos reprime en nuestras decisiones, generando la neurosis inconsciente y constante de que toda la realidad, especialmente en la sexualidad, está puesta para impedir nuestra libérrima decisión. Ese deseo es la decisión sobre el uso de nuestra genitalidad, así que la sexualidad es primera y principalmente eso: el uso libérrimo de la genitalidad, incluso en su negación.

Pero si, como es obvio, la libertad es una donación de otro, donde el nacimiento comparece como un don no decidido por uno, entonces el problema de Freud y todas las escuelas posteriores, es que han errado sobre cuál es el primer lugar, la primera posición, de nuestra sexualidad. Dicho de otra forma: basta decir que si con algo cohabitamos en nuestro presente, y que nos permite ser humanos, es precisamente con nuestro pasado. Y el primer pasado con el que nos encontramos es la copresencialidad de nuestros padres y familiares que son siempre como lo previo a nuestro nacimiento y que nos acompañan en nuestra vida permitiéndola. Es imposible una vida sin varias generaciones juntas. Sin eso, nuestra libertad es imposible. ¿Cuál es entonces la primera posición de nuestra sexualidad? Simple: el lugar corporal donde el pasado, o lo anterior a nuestra libertad, se hace uno para donarla. Así, dos haciéndose uno es el lugar fundacional e histórico de nuestra primera vinculación sexual, pero no es, con el permiso de Freud y toda su tribu, la genitalidad, sino el ombligo.

El ombligo es el sello de que nuestra existencia es la sexualidad de otros, así que nuestra primera forma de sexualidad se da en algo anterior a nosotros pero por nosotros. Igual que la libertad no puede crearse a sí misma precisamente para poder ser libres, también cabe subrayar que nuestra primera experiencia sexual no es nuestra, y sin embargo se nos queda sellada corporalmente de un modo indeleble y mucho más existencial que la propia genitalidad. La familia no es lo que nos reprime, es lo que nos permite existir. Poco nos vemos el ombligo con el asombro sexual de todo lo que significa. Es la primera posición porque dos se pusieron ahí para yo poder ser libre.

Para comprendernos, conviene mirar más allá del Edipo y atender a Ulises y Penélope. Cuando el héroe revela su identidad evocando el secreto de su lecho, el gesto no es solo complicidad conyugal, porque resulta que a Telémaco, su hijo, ya se le había mostrado mucho antes y sin velos. Así la sexualidad recuerda que el hijo es fruto inabarcable incluso para la libertad de quienes lo concibieron. Y es que la libertad en la sexualidad excede a los padres en la libertad del hijo, pero también excede al hijo mismo en tanto que no se la ha concedido a sí mismo. Dicho de otra forma, el ombligo nos posiciona en el mundo porque no todos los seres humanos son padres, pero todos, sin exclusión, comparten la matriz sexual de la filiación: el ombligo. Ha habido más sexo en el ombligo de uno que en cualquier imaginación calenturienta de un psicólogo vienés. Freud, y su tribu, solo tenía que haber mirado unos centímetros más arriba.

Enrique Anrubia es Profesor de Antropología Filosófica en la Universidad CEU Cardenal Herrera

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