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24 de abril de 2024

El Teatro de la Zarzuela recupera la ópera de Tomás Bretón 'La Dolores' en el centenario del compositor salmantino

El Teatro de la Zarzuela recupera la ópera de Tomás Bretón 'La Dolores' en el centenario del compositor salmantino

España vs. Italia: en «La Dolores» triunfa la Jota

El Teatro de la Zarzuela recupera la ópera de Tomás Bretón en el centenario del compositor salmantino, que se propuso desafiar la popularidad de los autores italianos

España es un país de extremos, o de memoria flaca. Cuando Tomás Bretón estrenó La Dolores, el 16 de marzo de 1895, el éxito fue apoteósico. El Teatro de la Zarzuela acogió hasta sesenta y tres representaciones consecutivas de este título, en Madrid, solo superadas por las ciento treinta y siete del Tívoli barcelonés, cuando se repuso en esa ciudad. La obra se mantuvo más o menos en cartel, con intérpretes tan destacadas como Ofelia Nieto como protagonista, hasta la década tercera del siglo pasado (las últimas funciones en el coliseo de la calle Jovellanos tuvieron lugar en 1937) para luego caer prácticamente en el olvido. La Coruña programó una función en 2003, el Teatro Real la recuperó poco después… y La Zarzuela ha vuelto ahora a rescatarla del desván para conmemorar el centenario del fallecimiento de su autor, desaparecido justo el mismo día en que vino al mundo María Callas, el 2 de diciembre de 1923.
La Callas renegó de sus triunfos en la ópera porque en cierto momento lo que realmente deseaba era fundar una familia, algo que nunca logró. Bretón volcó todos sus esfuerzos en inaugurar una senda fértil para la ópera española, consolidarla y resultar reconocido por ello, obteniendo éxito con sus aportaciones al género mucho más allá de su país. No tuvo mucha más suerte. Entre todas, sólo La Dolores se ha situado tímidamente en el repertorio, en el despegue de sus inicios, y solamente en España.
En cambio, este compositor sí que consiguió una fama imperecedera gracias a otro título que él consideraba seguramente menor, La Verbena de la Paloma, un sainete que pasa por ser su auténtica obra maestra y suele ofrecerse cada año en algún punto de la geografía ibérica, en más de una ocasión. Otra paradoja o capricho del destino: el Bretón considerado como un autor pesado, indigesto, poco dotado para el desparpajo, la ligereza, la comunicación espontánea, franca y directa por el público, bastantes críticos, y gran parte de sus colegas, (cuando a Arrieta le interrogaron sobre cuáles eran los pasajes inspirados o agradables de otra ópera suya, Los amantes de Teruel, respondió: «Todos son motivos de disgusto»), ha pasado a la historia no como reconocido autor de óperas, si no como el responsable de la más castiza y popular de las zarzuelas.
«Mi propósito es contribuir en la medida de mis fuerzas a echar a los italianos, arrojados ya de la mayor parte de Europa. Seguramente no lo lograré; pero con el transcurso del tiempo esto, que yo solo persigo hoy, será el propósito de muchos, y entonces su triunfo no admitirá duda». Las palabras de Bretón no resultaron premonitorias salvo en lo que se refiere a sus nulas posibilidades de que esa ópera de nuevo cuño, basada en las tradiciones españolas y concebida por compositores de aquí, lograra reemplazar en el gusto popular a las de los autores italianos, siempre preferidos por el público de los teatros líricos de referencia en este país. La noble aspiración del músico salmantino representaba casi tanto como pretender que los espectadores de películas de nuestros días se volcaran en masa sobre el último filme de Carlos Vermut, «Mantícora», en lugar de hacerlo con Maverick o cualquiera de las grandes superproducciones made in Hollywood. Una batalla perdida de antemano.
Ha pasado el tiempo, algunas viejas costumbres casi se mantienen intactas (el Teatro Real, en tiempos de Bretón y Arrieta, tenía como obligación reglamentaria estrenar una obra de autor español, y nada más) y los gustos del público tampoco han cambiado gran cosa. Pero si de algo sirven los años es para apreciar, con cierta perspectiva, si había base sólida para enviar una obra como La Dolores al rincón de los olvidos, perpetrando una injusticia, en lugar de situarla en un plano de igualdad con otros títulos que hunden también las raíces en el naturalismo, esas sórdidas historias de celos, honores mancillados y cuchillos sanguinolentos ambientadas en el rural o los barrios bajos del proletariado, aunque sus modelos fuesen distintos: Giovanni Verga, por ejemplo, responsable de la historia que dio pie a Cavalleria Rusticana, frente a José Feliú y Codina, autor del drama original que inspiró La Dolores.
La Dolores regresa estos días y lo cierto es que ha logrado generar gran expectación: no hay huecos en el Teatro de la Zarzuela. A la posibilidad de enfrentarse con una obra que ya casi no se programa se une el acierto de disfrutarla a partir de de un buen reparto que reúne a varias de las principales voces españolas de hoy, en el caso de los dos protagonistas principales, la soprano Saioa Hernández y el tenor Jorge de León, firmemente asentados en el panorama lírico internacional (sobre todo ella, cabeza de cartel de importantes producciones en los principales teatros). Súmese a ello una directora de escena laureada, Amelia Ochandiano, que proviene además del mundo de la danza y llegó a estudiar con la soberbia mezzo gallega Inés Rivadeneira, participante en algunas de las más destacadas producciones del Teatro de la Zarzuela desde su misma reapertura (y a la que, por cierto, este coliseo le debe un homenaje, al menos después de su fallecimiento hace un par de años).
La Zarzuela ha cuidado los mimbres, y aunque la producción no resulte brillante (intenta limar los tópicos que alimentan el costumbrismo plenamente inserto en la obra con algunas aportaciones desconcertantes), por suerte en este caso, no se despeña por el terraplén de las inocuas ocurrencias con las que algunos directores de escena nos suelen premiar cuando creen que sus ideas son mejores que las de los autores, y que hay que intervenir de manera directa para sacarlos de sus errores y, ya de paso, aleccionar a los propios espectadores: ningún genio, ni siquiera Strehler, se atrevía a tanto.
A partir de una escenografía sencilla, con ese particular cariño que el escenógrafo Sánchez Cuerda parece sentir por las pasarelas y escaleras metálicas, y una iluminación escasamente variada y sutil, la acción transcurre en torno a un único decorado que se transforma en plaza del pueblo, posada, coso taurino, iglesia y dormitorio. Los distintos números que componen la obra se van sucediendo hasta desembocar en ese desesperado, catártico grito final con el que concluye un drama tejido de odios larvados, íntimos y públicos desprecios, celos, abusos, prejuicios y deslealtades que anuncian casi desde el principio el fatal desenlace.
Las turbias intenciones del barbero Melchor, un malvado de manual, de una sola pieza como casi todos los personajes, encarnado con gran seguridad y convicción por el barítono José Antonio López, de recio instrumento, pretenden hermanarlo tímidamente con el Jago shakespereano, o así se desprende del inicial monólogo sobre su propia naturaleza mefistofélica («así Dios me formó, cruel, violento, sin temor y sin fe»). El principal objeto de sus iniquidades, Dolores, sobre la que recae todo el oprobio de esa célebre copla que cuestiona de raíz su propia libertad («Si vas a Catalayud…») tiñendo de sombras su honra, no es mujer que se arredre ante adversidades ni se someta a las injusticias, por lo que el conflicto no puede terminar bien en una comunidad primitiva en la que la humillación pública suele llevar aparejada fatalmente el delito. La razón non tiene peso allí donde proliferan las pasiones más elementales y anida la pobreza: la vileza engendra más vileza, los desafíos se lavan con sangre. No hay espacio para la ironía.
Bretón ilustra todo eso con una música que pretende hundir sus raíces en los estilos imperantes en su época, con más de un guiño al coloso Wagner (el inicio de El Oro del Rhin, por ejemplo) y a los compositores italianos del verismo, pero sin dejar de permitir que brillen también esos aires populares ibéricos que iluminan los escasos instantes de gozo con los que los personajes intentan espantar sus cotidianas miserias.
De ahí que el número más inspirado, aquel que podría justificar la validez de la obra entera (como el ardiente dúo del acto tercero), sea su celebérrima Jota. Ochandiano lo sabe bien, y con su pasado ligado a la danza, sirve con su mejor talento el momento más esperado. Diría que solo en este instante brota esa emoción pura, genuina, ese flujo de comunicación directa que a veces logra traspasar el escenario para conmover. Ahí el público sí se despereza por un momento y aplaude con ganas algo que siente muy próximo, una música que le apela quizá como ninguna otra, un sentimiento visceral y atávico hecho de sonidos extrañamente reconocibles.
El resto de la ópera, con excepción también del dúo mencionado, tiene un interés seguramente menor. Bretón se empeñó en escribir el libreto él mismo (como hacía Wagner), y fue un error, algunos ripios provocan sonrojo en instantes destinados al mayor dramatismo. Y aquí se puede protestar con toda propiedad, ¿acaso los de otros títulos más reconocidos del género no resultan igualmente ridículos? Sin duda, pero entonces suele ser en ese punto donde se impone la fuerza de la música para otorgarles todo su sentido, para redimirlos elevándolos hasta el infinito desde su condición plebeya. El autor salmantino supo realizarlo sobre todo en La verbena de la Paloma, donde la inspiración brota sin desmayo número tras número, hasta conformar un fresco vivo, entretenido, heterogéneo sobre la vida en un popular barrio madrileño.
La producción que se puede disfrutar hasta próximo día 12 se beneficia de un reparto bien cohesionado y la participación de un soberbio grupo de bailarines que se luce, sobre todo, durante la Jota. Resulta una bendición que una soprano como Saioa Hernández, en plenitud de su carrera, aparque otros compromisos relevantes para meterse en la piel de Dolores, el personaje principal, más atractivo en su complejidad de mujer injustamente vilipendiada, acosada sin tregua, al que sirve con unos medios rotundos, generosos, sustentados en una voz magníficamente proyectada, suntuosa, al servicio de una intérprete especialmente dotada para los roles veristas en su descarnado dramatismo.
Al lado de la espléndida cantante madrileña, el tenor Jorge de León compone también un Lázaro convincente, algo desaforado por la escasez de matices de un canto que fía toda su eficacia no a la variedad expresiva del fraseo sino a la fuerza penetrante de un instrumento recio, viril, que traspasa la orquesta sin dificultad y se recrea en un registro agudo sin titubeos. Magnífica prestación gracias a la la belleza de su bien encauzada voz baritonal, como conseguida la propia composición del melifluo Patricio, sirvió Gerardo Bullón, un favorito en esta casa. Bien el resto de los convocados, con mención especial para el tenor Juan Noval, que tiene que lidiar con unos e los números más comprometidos, la Jota, en la que también brilló el siempre ajustado coro.
Guillermo García Calvo, que es un entusiasta defensor de todas estas partituras olvidadas, realizó un buen trabajo, pero en modo alguno excepcional: por momentos se mostró en exceso rígido en los acompañamientos, y tampoco es que su lectura abundase precisamente en contrastes. Quizá no se le pueda exigir más en este último punto, la Orquesta de la Comunidad no es precisamente generosa en tales finuras, pero sí que podía haber hecho mucho más por propiciar una mayor flexibilidad a las voces que les permitiera decir, frasear, colorear con mayor riqueza. En cualquier caso, hay que felicitarle por su empeño en exhumar esta obra del injustamente menospreciado Bretón. Aunque tratándose de verismo, el público seguirá prefiriendo siempre La Gioconda, Il Tabarro o I Pagliacci, de varios de sus más insignes rivales italianos.
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