Fundado en 1910
José María Rotellar

El coste de la conferencia de Babel

La reciente Conferencia de Presidentes ha terminado convertida en un teatro de variedades lingüísticas, cuyo coste no sólo es económico, sino profundamente institucional

Actualizada 04:30

Mientras el ciudadano se aprieta el cinturón, el Estado juega a las traducciones con el dinero de todos. La reciente Conferencia de Presidentes –que debiera ser una cita solemne, estratégica, centrada en coordinar el desarrollo y la eficiencia– ha terminado convertida en un teatro de variedades lingüísticas, cuyo coste no sólo es económico, sino profundamente institucional. España paga, y lo hace caro, por un simulacro de pluralidad malentendida.

Según fuentes oficiales, el coste de traducir la Conferencia de Presidentes a las lenguas cooficiales asciende a más de 300.000 euros, entre intérpretes simultáneos, equipamiento técnico, subtitulaciones en directo y la distribución de documentos multilingües. Es un gasto, que aunque no es relevante en el contexto presupuestario, no responde a ninguna necesidad práctica, sino a una exigencia meramente política, cuando ninguno de los asistentes necesitaba traducción para entender el castellano.

En un país donde la deuda pública se dirige hacia los dos billones de euros, que hace que cada niño nazca debiendo más de 45.000 euros, este tipo de dispendios revela la desconexión del Gobierno respecto al sentido común. El mismo ciudadano que paga impuestos récord, soporta servicios públicos de calidad menguante y presencia cómo la inflación erosiona su poder adquisitivo, asiste atónito a este espectáculo.

El coste real de estas traducciones no se mide en euros, que, como digo, no es tan relevante, sino en consecuencias institucionales. La Conferencia de Presidentes debería ser un símbolo de cohesión territorial, una oportunidad de diálogo honesto en torno a una lengua común, con respeto a las diferencias, sí, pero sin sobreactuar identidades como si estuviéramos en un concurso eurovisivo de folklore regional.

Implantar traductores entre presidentes que comparten lengua materna es una performance costosa cuyo mensaje es claro y peligroso

Implantar traductores entre presidentes autonómicos que comparten lengua materna es más que innecesario: es una performance costosa cuyo mensaje es claro y peligroso. Nos están diciendo que ni siquiera en el foro de cooperación nacional se asume el castellano como lengua de comunicación. Que lo importante no es entenderse, sino diferenciarse. No dialogar, sino exhibir una frontera.

No es un debate lingüístico. Es un acto de ingeniería simbólica. Cada palabra traducida en un pinganillo es un ladrillo más en el muro del secesionismo cultural que algunos tratan de consolidar con fondos públicos. Y lo hacen, además, en nombre del pluralismo, cuando en realidad están ejerciendo un monólogo identitario amplificado con el dinero de todos.

Si el coste de cada intérprete por jornada supera los 700 euros; si el alquiler de cabinas, micrófonos y sistemas de audio se lleva más de 100.000 euros por encuentro; si los documentos deben editarse, corregirse y reimprimirse en cinco versiones oficiales, el total es desorbitado. Pero el escándalo no es la cifra, sino su justificación.

Porque nadie está defendiendo a las lenguas cooficiales de esa manera. Lo que se defiende es el derecho a usar la diferencia como coartada política. Es la cultura de la subvención identitaria: una que dice proteger, pero que, en realidad, privilegia. Que dice incluir, pero que, en realidad, separa. Y lo hace con la aquiescencia del Gobierno central, cuya dependencia parlamentaria de los nacionalistas ha convertido la política de Estado en una subasta constante de gestos simbólicos.

Mientras se reducen recursos en Sanidad o se niega presupuesto a enfermos de ELA, los presidentes autonómicos gozan de traductores simultáneos

Y así llegamos al esperpento: mientras se reducen recursos en Sanidad o se niega presupuesto a los enfermos de ELA, los presidentes autonómicos gozan de traductores simultáneos para hablar dentro de manera distinta a como hablan en el café previo a la reunión, cuando lo hacen en el idioma común de todos.

Imaginemos por un momento que en el Consejo Europeo cada presidente exigiera intervenir solo en su lengua regional. Que el canciller alemán exigiera un intérprete para cada uno de los dialectos bávaros. Que en lugar de tender puentes, se propusiera fragmentar cada reunión en múltiples salas con traducción simultánea. Sería ineficiente, ridículo y profundamente disfuncional. Pues bien, eso es exactamente lo que ocurre aquí, y con nuestro dinero.

En Europa, cuando España interviene, lo hace en castellano, que es una de las lenguas oficiales del continente. El presidente de Francia no interviene en bretón. El de Alemania, tampoco en suabio.

Más allá del coste económico o simbólico, hay una renuncia tácita en todo esto: la renuncia a liderar desde la centralidad. El Gobierno, en lugar de proponer una visión integradora, ha decidido convertirse en el mayordomo lingüístico de los partidos minoritarios que condicionan su supervivencia parlamentaria. Y lo hace sin disimulo, incluso celebrándolo como «avance democrático».

El respeto real a las lenguas cooficiales no pasa por traducir reuniones, sino por defender el bilingüismo sin imposiciones

Pero el respeto real a las lenguas cooficiales no pasa por traducir reuniones innecesariamente. Pasa por fomentar su enseñanza de forma voluntaria, por defender el bilingüismo sin imposiciones, y por garantizar la libertad de uso, especialmente del castellano, allí donde está siendo perseguido en la práctica.

Cuando un Estado necesita traducir a sus propios presidentes para que se entiendan, lo que está revelando no es riqueza cultural, sino empobrecimiento institucional y despilfarro del dinero de los contribuyentes, por poco que pueda parecer, porque donde no hay una lengua común que sirva de vínculo, lo que se impone es el relato particular. Y en política, el relato particular, cuando se subvenciona, termina fagocitando el interés general.

España no necesita más traductores. Necesita más sentido común. Necesita que sus instituciones dejen de ser el escaparate de las cesiones identitarias y vuelvan a ser el motor del progreso. El verdadero coste de esta política lingüística no está en las facturas de la empresa de sonido, sino en el daño que hace a la idea misma de nación compartida.

Cada euro gastado en traducir lo que todos entienden, es un euro menos en cuidar lo que todos necesitan. Pero claro, eso no se traduce bien en votos. Así que seguiremos pagando el peaje de la babel institucional, mientras nos convencen de que dividir es unir.

  • José María Rotellar es profesor de Economía y director del Observatorio Económico de la Universidad Francisco de Vitoria.
comentarios
tracking