Dos aspectos que preguntar cuando se busca colegio y que no se suelen mencionar
Las clasificaciones de mejores centros no suelen incluir los apartados menos luminosos que también caracterizan a cualquier institución educativa
Menudean las listas que clasifican los colegios. Pero, en un país donde el gran premio literario es el Planeta y se celebran como globales los premios Ondas, hay que tener cuidado con estos rankings, pues son meras herramientas mercadotécnicas. Por regla general, son los propios colegios los que elaboran sus informes según los criterios establecidos y los envían al medio correspondiente, que rara vez –quizás nunca– comprueban si los datos aportados son correctos o no.
La mayoría de los colegios que aparecen en los primeros puestos de estas clasificaciones son loables instituciones. Pero me consta que unos cuantos centros —que no coinciden en ningún caso con los más veteranos y/o renombrados— alteran los datos hasta extremos insospechados: por ejemplo, uno suma el personal auxiliar a los profesores para así tener una mejor ratio alumnos por docente.
Más allá de la simple anécdota, hay dos cosas que se deben investigar antes de aceptar o no la posición del colegio en esta o aquella lista, sobre todo si estamos buscando colegio para nuestros hijos.
1. Cuando nos topamos con listas sobre las mejores notas en selectividad, hay que preguntar qué porcentaje de alumnos de 2º bachillerato acudieron a la convocatoria de junio, que es la que cuenta para la nota media. Muchos colegios mandan solo a los mejores para subirla.
Aún más, también es conveniente averiguar si el colegio es de esos que va «filtrando» alumnos según pasan los cursos de la ESO y Bachillerato. Como la Selectividad es tan poco selectiva, se exige mucho en cursos inferiores para ir librándose de los «peores» alumnos, que así no bajarán la media y terminarán recalando en lo que algunos estudiantes llaman 'aprobaderos', o centros en los que uno pasa de curso hasta superar la citada EVAU, a la postre un mero trámite.
2. La enorme mayoría de colegios, especialmente los privados, alardean de aplicar innovaciones pedagógicas, de apostar por los idiomas, de pleonasmos como lo de educación en valores, de aplicar nuevas tecnologías y, crecientemente, de incorporar la mentalidad internacional (la del BI) a sus maneras, currículo y mentalidad.
Todo bien bonito y, casi siempre, con la mejor de las intenciones. Sin embargo, mientras no dejan de sumarse elementos etéreos a lo concreto educativo —a la postre, habrá que enseñar a sumar y escribir, ¿no?, aunque a veces parece que nos olvidemos de ello— el número de profesores es el mismo, con un salario mísero y un amplísimo muestrario de obligaciones prácticamente inabarcables y, por tanto, complejísimas de cumplir.
En este sentido, lo que hay que preguntar es: «vale, bien, apostáis por el aprendizaje cooperativo y por el Programa de los Años Intermedios; pero ¿de cuántas horas dispone el profesor para preparar cada clase?». Porque, casi siempre, el profesor apenas tiene tiempo para ello, y recordemos que luego tiene que escribir programaciones o planificadores, corregir exámenes, rellenar informes de evaluación, atender a padres… Se proponen muchas cosas, pero luego el profesorado solo puede aplicarlas de manera imperfecta —personalmente, en la mayoría de los casos creo que es peor el remedio que la enfermedad—.
Más aún: ¿de cuántas horas dispone el profesor para preparar el curso y desarrollar convenientemente este o aquel proyecto? ¿Cuida recreos e, incluso, comedores? ¿Cuántas tardes tiene que quedarse después del horario lectivo? ¿A cuántos alumnos está dando clase? ¿Hasta qué punto hay profesores sobrepasados en el claustro? (Y no entro en el pantanoso terreno de cómo se aplica —si es que se hace— la disciplina con los alumnos más difíciles).
Conozco a profesores que dan más de 30 horas lectivas a la semana. Otros que algunos jueves comienzan a trabajar a las 8 y terminan a las siete de la tarde, con solo 30 minutos para comer y el recreo de la mañana ocupado en cuidar un patio. Y un número cada vez más creciente tiene que supervisar y dirigir un sinfín de trabajos monográficos sin que se les pague más por ello.
Bien está que existan clasificaciones que intenten poner algo de orden en la maraña de centros e instituciones pedagógicas españolas. Pero, ¡cuidado!, porque los criterios objetivos a la postre solo abarcan una determinada perspectiva que, en determinadas manos, puede servir a aquellos que venden un proyecto educativo al modo de los más cinematográficos vendedores de coches usados. Lo fundamental, en educación, es el estado anímico del profesorado, y me consta que, tras estos listados, hay multitud de profesores quemados preparando oposiciones, pidiendo la baja o buscando nuevos horizontes.