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El patio de mi casaJosé Antonio Méndez

El 'elfo travieso' no es una moda inocua

Entre una cosa y otra, lo de tener hijos se aparca para cuando se puede, para cuando viene bien, para cuando no estorba ni incomoda. Total, siempre habrá una empresa que te pague por congelarte los óvulos, una clínica que te haga una rebaja en el 'in vitro', un satisfayer de oferta y un gatito que adoptar. Y cuando por fin nos ponemos «con lo del niño», entonces nos tiene que salir bien

El ejercicio de la paternidad se ha convertido, para muchas familias, en un circo de tres pistas.

Como si el solo hecho de tener hijos no fuera ya una aventura lo suficientemente apasionante, hoy los padres y las madres nos hemos visto sacudidos por una espiral (o un tornado, más bien) de formación constante en tips prácticos, que «debemos aplicar» para optimizar nuestras rutinas.

Con el latiguillo de que tal o cual experto, o tal o cual estudio de Harvard, lo avalan, sentimos la encomienda vital y social de convertirnos en animadores de yincana, en psicólogos infantiles, en terapeutas para adolescentes, en eco nutricionistas, en pediatras de urgencia, en profesores de japonés y de ukelele, en negociadores con terroristas, en mediadores de conflictos internacionales, y hasta en gurús financieros que le abran a su bebé, no un librito de tela, sino una cuenta de inversión en un ETF asociado al S&P500.

El origen de este deseo de darnos por entero a nuestros hijos es encomiable y justo. Una respuesta lógica, ardiente y amorosa, ante la evidencia de que transmitir y custodiar una vida es la obra más excelsa a la que alguien se puede consagrar, aunque nos exceda por completo.

También es la plasmación de un sincero deseo evolutivo, que lleva a cada generación a tratar de hacer las cosas un poco mejor que sus mayores, aunque no siempre se logre. Que también nuestros padres intentaron evitar con nosotros los errores de nuestros abuelos, aunque hoy tantos adultos jóvenes exhiban sus heridas emocionales de la infancia como si fuesen galones dignos de conmiseración.

Hay también otras razones.

Hoy tenemos muchos menos hijos, y mucho más tarde, que quienes nos precedieron. Ya sé que se habla de una generación de jóvenes que apuestan por el matrimonio, pero, si la hay, aún es pronto para constatar su impacto en la natalidad.

Aunque hay honrosas excepciones –y no son pocas–, el panorama global nos muestra que tener un hijo ya no es la consecuencia lógica del amor de los esposos, un fruto natural de su donación. Más bien, es el resultado calculado de combinar dos proyectos independientes. Algo así como un peldaño más dentro de un escalafón de desarrollo personal.

Primero va la carrera, luego el máster, luego los viajes, entre medias la diversión, luego un trabajo que no sea precario (ese animal mitológico), luego enfrentarse al alquiler imposible o a la desorbitada hipoteca, después adoptar al perro y, ya cuando cuadra y viene bien, tenemos al niño.

Las condiciones macroeconómicas son esenciales también. Que no vale descargar toda la responsabilidad en las parejas de treintañeros mileuristas. Pisos pequeños, salarios raquíticos, contratos temporales, trabajos efímeros, cultura de la presencialidad, hipotecas a 40 años, alquileres por las nubes, incertidumbre financiera y política, y una cultura antinatalista, hipersexualizada y ególatra que nos convence, de paso, de que para que las cigüeñas negras puedan anidar y poner huevos lo mejor es que nos esterilicemos el corazón.

Habrá más razones, pero el caso es que, entre una cosa y otra, lo de tener hijos se aparca para cuando se puede, para cuando viene bien, para cuando no estorba ni incomoda. Total, siempre habrá una empresa que te pague por congelarte los óvulos, una clínica que te haga una rebaja en el in vitro, un satisfayer de oferta y un gatito que adoptar.

Pero cuando por fin nos ponemos «con lo del niño», entonces nos tiene que salir bien, igual que tratamos de hacerlo con el máster o al elegir destino para el próximo viaje. Y ahí, sin darnos cuenta, al destilar el veneno utilitarista en la relación de amor más generosa que puede haber, es donde se nos cuela el frenesí por ser los padres perfectos.

Sólo en un contexto así podíamos los padres enrolarnos en la moda del elfo travieso. A saber, un muñeco de elfo que en las semanas previas a la Navidad amanece cada día haciendo alguna trastada en casa: junto a un bote de harina derramado, haciendo puenting por la lámpara del salón, o llenando el inodoro de espuma de colores. Lo dicho: un circo de tres pistas, que permite calentar «la magia de la Navidad» sin recurrir a términos tan arcaicos como «Adviento».

Soy muy partidario de que cada familia eduque a sus hijos como Dios le dé a entender. Y también de apoyar todo aquello que contribuya a preservar y alimentar la inocencia de los niños, en medio de un mundo de ogros que tratan de devorarlos con pornografía, redes sociales y hasta rutinas de skincare. Incluso me parecen unos tiquismiquis los expertos que dicen que el elfo es un mal ejemplo «porque se dedica a hacer travesuras». Como si leer a Zipi y Zape o las aventuras de Tom Sawyer nos hubiera vuelto pandilleros de la mara Salvatrucha.

Mi problema con el elfo es otro: además de complicarnos la vida a los padres de forma innecesaria, me parece un ejercicio artificial y edulcorado que trata de esquivar, por la puerta de atrás, el verdadero sentido de la Navidad. O sea, su sentido cristiano.

Cuanto más sacamos al Niño Jesús de la Navidad, más necesidad tenemos de meter elfos y cascanueces; cuanto menos milagro, más «magia»; cuanta menos trascendencia, más consumismo; cuanta menos Natividad, fe, esperanza y caridad, más calendarios de chocolatinas, amigos invisibles y follones variados.

¿Es, entonces, inocua la moda del elfo? No lo creo. Porque mientras vivir siguiendo al Niño que nació en Belén –Dios hecho hombre– nos cambia las prioridades, el modo de ver la entrega, y hasta la imprescindible apertura a la vida que se necesita para que nazcan niños, ver por Instagram a padres y madres haciendo el pino puente con un elfo de plástico no parece que sea la mejor campaña de promoción de la natalidad, en pleno invierno demográfico.

Para ese juego, que no cuenten conmigo, ni con mi familia.

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