
Simeón el Santo Loco y san Juan, ícono ortodoxo oriental
Picotazos de historia
¿San Simeón fue el más loco de los santos?
Los 'Santos Locos' son personas que decidieron actuar como orates para desafiar la supuesta cordura de la sociedad, hacer crítica de ella, o por mil diversos motivos
Dentro del santoral tenemos un grupo de santos con características «peculiares». Son gentes con actitudes o actividades fuera de lo común, dentro de lo incomún que ya es estar dentro de los santificados. Son los llamados Santos Locos, personas que decidieron actuar como orates para desafiar la supuesta cordura de la sociedad, hacer crítica de ella, o por mil diversos motivos.
San Simeón «el loco» (522 – circa 590) fue el promotor, o al menos como tal se le tiene. Originario de la ciudad siria de Emesa (Homs, en la actual Siria) pasó 30 años en el desierto junto a su amigo San Juan anacoreta, hasta que dudó si estaba haciendo lo correcto. Decidió volver a la sociedad para predicar y dar ejemplo, pero meditándolo mejor, lucubró que tal cosa sería pecado de soberbia por su parte. Dando vueltas a estas ideas llegó a las puertas de su ciudad natal y se encontró un perro muerto junto a un vertedero. La siguiente escena nos muestra a San Simeón, de unos 60 años de edad, dando brincos y gritos por las calles de Homs, arrastrando un perro muerto atado a su hábito y toda la chiquillería de la ciudad dando gritos y palmas detrás de él.
Tras su entrada triunfal, sus locuras se multiplicaron. Se instaló en una taberna para predicar a los borrachos que la bebida les arruinaba la vida, mientras bebía con ellos. El tabernero lo adoraba, ya que los clientes se multiplicaron para beber con él, hasta que decidió gastar una broma a la tabernera y entró desnudo y dando gritos en su cuarto en plena noche. Se tomó con humor que el tabernero lo sacara a patadas, pero se tuvo que mudar a una cueva.
A las más hermosas mujeres de la ciudad, que se habían burlado de él, las volvió bizcas y solo las curó si le rogaban que le diesen un beso. Se paseaba por la ciudad con ramas de palmera en la cabeza y collares y colgantes de uvas y ajos. Era amigo de las prostitutas, que se desternillaban de risa con sus ocurrencias. Un día, tirando nueces, apagó todas las velas del altar –¡que ya es puntería!– y luego, con los mismos proyectiles, expulsó a las escandalizadas devotas de la iglesia. En Cuaresma se le veía devorando un cordero asado. Tuvo obsesión por llevar la contraria a todas las convenciones sociales. Volcaba las mesas de los vendedores de bollos y repostería para las ofrendas del culto, lo que le llevó a recibir otra paliza. Todas las aceptaba con humor.En el fondo, por todas partes hacía el bien y predicaba con ejemplos contrarios, evitando el peligro a que le llamasen bueno o santo, aunque no paraba de hacer milagros y profecías y de convertir a la gente a su alrededor. Casi 10 años estuvo con estas actividades que le hicieron ser querido por casi toda la ciudad, el sector más grave y solemne no podía ni verle. Esta fue, a grandes líneas, la vida de uno de los santos más extravagantes y divertidos del santoral, cuyas historias nos dejó el obispo Leoncio de Neópolis.