Mis abuelos fueron dos perversos represores
Estas son las historias de mis dos abuelos. Vidas que, según la mezquina Ley de Memoria Democrática, no se pueden glosar, ya que suponen el enaltecimiento del régimen dictatorial de Franco
En estas líneas no les voy a hablar de la Ley de Memoria Democrática ni de las nefastas consecuencias que tendrán los fines que persigue. Numerosas personas más cualificadas que yo ya han denunciado esta horrenda política que lleva a dividir en dos bandos de nuevo a España. Yo, simplemente, les voy a contar la historia de mis abuelos, dos «perversos represores» según dicha melodramática ley.
Mi abuelo paterno, Eduardo De Mesa Galbán, nació en Melilla en 1913, pertenecía a una familia cuyas raíces se dividían entre Málaga y la citada ciudad, donde su abuelo paterno había mandado como Coronel un Regimiento de Infantería a finales del siglo XIX, mientras que otros familiares, posteriormente, dirigieron el periódico El Telegrama del Rif, hoy El Telegrama de Melilla. Huérfano de padre, trabajó para pagarse sus estudios universitarios y para sacar adelante a su madre y hermano menor de edad. Antes de la guerra ya era abogado. En septiembre de 1936 estaba encuadrado en la Bandera de Falange de Marruecos y, cuando la unidad cruzó el estrecho de Gibraltar, combatió en la península hasta la batalla del Jarama, febrero de 1937, dónde fue herido de extrema gravedad en el pecho. Posteriormente, estuvo un mes en la Legión, aunque se le envió de vuelta a Melilla al no lograr restablecerse por completo de sus heridas, dónde continuó sirviendo durante el resto de la contienda en un Batallón de Cazadores de Marruecos. Falangista y católico convencido, decidió luchar para defender sus ideales y su religión. No tuve la suerte de conocerle, aunque llevo su nombre con mucho orgullo, pero sé que, como otros muchos veteranos de ambos bandos, nunca quiso hablar demasiado de la guerra o de sus vivencias. Prefirió mirar al futuro, que le trajo una esposa –maestra en el Madrid republicano durante la guerra y exiliada por un tiempo en Francia–, un hijo, y muchos años de trabajo como Juez en Arcila (en el antiguo Protectorado de Marruecos) y en Laredo (Cantabria), dónde acabó sus días.
Mi abuelo materno, Timoteo Gallego Galán, nació en El Hoyo de Pinares (Ávila) en 1917. Era hijo de un emigrado zamorano que, gracias a su laboriosidad, había prosperado y logrado abrir un ultramarinos en el pueblo, dónde vendía de fiado a numerosos vecinos. La familia –los dos progenitores más sus ocho hijos– era muy católica, lectora del ABC y simpatizante de la Falange, lo que le costó la animadversión del terrateniente del pueblo, quien –irónicamente– era comunista. En los convulsos meses anteriores al estallido de la contienda, los comunistas pretendieron asaltar la casa de los Gallego –hoy en día sigue en pie como casa rural–, dónde se habían refugiado otros familiares y personas de derechas y católicas. Al no lograrlo intentaron prenderla fuego, pero la llegada de la Guardia Civil les hizo abandonar sus designios. Ahí no quedó la cosa, ya que el terrateniente junto al médico del pueblo –también comunista y, en teoría, uno de los mejores amigos de mi bisabuelo– y un tercer cerebro informaron de quienes debían recibir el «paseillo» en la población tras iniciarse el alzamiento. Una noche llegaron varios camiones y se llevaron a 35 hombres y a una sola mujer, cuyo delito había sido intentar dar refugio al cura del pueblo antes de que le martirizaran. Mi abuelo, aún menor de edad, se unió al grupo gritando que él iba donde fuese su padre. Al poco de arrancar, uno de los implicados en el posterior asesinato de las 36 personas –culpables de ser católicos y de derechas– tiró del camión a Timoteo mientras le decía que alguien tan joven no debía sufrir el destino de su padre. No volvió al pueblo, se alistó en el Regimiento San Quintín, con el que combatió durante la batalla de Teruel –dónde las pasó «canutas» por el frío– y el resto de la guerra. Al volver a El Hoyo de Pinares decidió hacer tabla rasa y, a pesar de que pudo hacerlo, nunca se vengó de quienes habían asesinado a su padre, cuyo cadáver reconoció por los tirantes una vez que encontraron a las víctimas del «paseíllo» en Navas del Rey, unos simples huesos después de tres años. Tiempo más tarde fue alcalde del pueblo, de 1952 a 1963, y, puedo decir también con todo orgullo, que fue quien lo modernizó y le hizo salir del atraso sin que sus habitantes tuvieran que marchar a Madrid para sobrevivir.
Estas son las historias de mis dos abuelos. Vidas que, según la mezquina Ley de Memoria Democrática, no se pueden glosar ya que suponen el enaltecimiento del régimen dictatorial de Franco; vidas que deben borrarse de la memoria ya que contradicen la teoría de una ley cainita y rebosante de odio; vidas que demuestran que el perdón y el ansia de paz, después de haber sufrido una guerra atroz, fueron los mejores dones que nos pudo ofrecer aquella generación.