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Un verdugo ejecutando a una mujer condenada (Ejecución de Leonora Dori en 1617)

Un verdugo ejecutando a una mujer condenada (Ejecución de Leonora Dori en 1617)

Picotazos de historia

El mal oficio del verdugo de Dijon y lo que aconteció

Un edicto de 1556 promulgaba que el ocultamiento de la preñez y el infanticidio del neonato eran crímenes merecedores de la pena capital

La hermosa Elena Gillet, hija del alcaide del alcázar de Dijon, alegó que había sido forzada por un tutor de la familia, pero no sirvió de nada. Un edicto de 1556 promulgaba que el ocultamiento de la preñez y el infanticidio del neonato eran crímenes merecedores de la pena capital, en atención a su linaje fue sentenciada a la decapitación.

El lunes, 12 de mayo de 1625, fue conducida por el verdugo de la ciudad, Simón Grandjean, a la colina de Morimont (hoy plaza de Emile Zola), donde se alzaba el patíbulo. Este consistía en una empalizada de madera para mantener alejado al gentío, el cadalso, donde estaba situado el tocón de madera, y una pequeña capilla de sillares de piedra, como elementos principales. Los padres eran personajes importantes de la población y el crimen y el escándalo del juicio habían sido notorios, por lo que una gran multitud se había apiñado en torno a la empalizada.

Golpes fallidos

Simón Grandjean, el verdugo, no parecía encontrarse demasiado bien: tembloroso, pálido, ojeroso, tal vez la gota que padecía le estaba haciendo sufrir o tal vez su entereza se había roto ante la perspectiva de ejecutar a la joven. Hizo arrodillarse a Elena y reposar su cuello sobre el tocón. Con manos temblorosas anudó sus cabellos para dejar libre la zona del cuello. Alzó la espada y golpeó con tal torpeza que alcanzó a la joven en la parte posterior del hombro. El gentío empezó a silbar y abuchear la falta de arte del victimario.

La pobre Elena, que había sido desplazada por la fuerza del golpe y yacía en el suelo sangrando y gimiendo lastimosamente, intentó volver a colocar su cuello sobre el tocón. Los patéticos esfuerzos de la joven provocaron que una lluvia de objetos de todo tipo llovieran sobre el desconcertado Simón Grandjean. Menos mal que su esposa estaba allí para asistirle en las ejecuciones. Madame Grandjean agarró a su marido por los hombros, le susurró algo al oído y le orientó para que cumpliera su deber. El segundo golpe fue dado con manos temblorosas y sin fuerza, dieron en uno de los nudos del cabello, desviando el filo y produciendo una herida en la parte baja del cuello de la joven. La indignación del respetable se manifestó en un rugido, tan cargado de odio y de rabia, que provocó la huida a la capilla de Simón Grandjean y de los frailes que allí estaban para dar auxilio espiritual a la infortunada.

La joven es salvada por el pueblo

En medio del caos, la esposa del verdugo asumió la funciones que no había sabido cumplir su marido, pero lo hizo saltándose todas las consideraciones y respetos hacia la víctima. Violentamente, la cogió de los cabellos y, a tirones y patadas, la situó sobre el madero, dispuesta a matarla con unas enormes tijeras que sacó de la falta. ¡Y aquí se montó la caraba!

La enfurecida multitud destrozó la empalizada, arrolló a los pocos ballesteros que allí estaban para contenerlos, asaltó el patíbulo y la capilla. Fue un maremagno indescriptible, un caos que, cuando se disolvió, dejó sobre el patíbulo los restos despedazados de la esposa del verdugo y el cadáver de su marido colgando de una cuerda. En cuanto a Elena Gillet, unas manos caritativas la trasladaron a un convento donde sus heridas fueron atendidas.

Las autoridades de Dijon estaban desconcertadas. Estaba claro que la joven contaba con las simpatías de toda la ciudad y, posiblemente, de los prohombres de la misma. Por otro lado, no podía llevarse a cabo la ejecución, ya que el oficio de verdugo de la ciudad acababa de quedar vacante. Juntando todo (y quitándose responsabilidades de encima) elevaron un escrito a Luis XIII explicando los hechos y solicitando una medida de gracia para Elena Gillet. El Rey de Francia aprobó la solicitud del concejo de Dijon y, para no saltarse la ley, dictó una carta de indulto con motivo de la boda de su hermana María Enriqueta con el Rey Carlos I de la Gran Bretaña, que se había celebrado por poderes el día anterior a la fecha de la ejecución.

La carta de indulto llegó a Dijon el 2 de junio y las autoridades declararon a Elena Gillet libre de cualquier condena que pesara sobre ella. Curada de sus heridas, decidió ingresar en un convento donde pasaría el resto de sus días en oración y, esperemos, con tranquilidad.

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